febrero 02, 2006

El invento de la soledad PARTE 4 (epílogo)


Con el tiempo su trabajo lo absorbió de tal manera que dejó de extraer cobre, sus días estaban ocupados con las tareas rurales. Su inventiva seguía fuerte, logró un arado de cinco rejas que a fuerza de engranajes podía ser trasportado por un solo buey. Inventó una cosechadora de algodón muy rápida y una prensa para extraer el aceite de maíz. Pero tuvo que ceder, sus prioridades cambiaban con el tiempo y por ello debió valerse de materiales más fuertes que el cobre. Para no sentirse frustrado compraba hierro en bruto o herramientas viejas y las fundía en función de las nuevas.
Una vez que rompió esa barrera mental, logró proveerse de luz eléctrica en cantidades considerables, inventó grandes acumuladores con cobre y barras de carbón. Sus baterías gigantes tomaban energía del viento gracias a un sistema de quince ventiladores colocados sobre las palmas, si bien se vio obligado a proveerse de focos, esto le sirvió para trabajar de noche sin las presiones de las necesidades de la granja.
El invierno del noveno año logró construir la radio y con ella retomó de cierta manera el contacto con la realidad. Entendió que nada había cambiado demasiado, que su hurañismo no le había hecho perder grandes cosas, el país y el mundo seguían igual. Comprendió también que solo había cambiado el entorno de su infelicidad y no podía decidir con que mundo se quedaba. Había logrado relativamente su objetivo, hacía nueve años que se valía de su cerebro para sobrevivir, no había conquistado fabricar todo lo necesario, pero bien hubiera sobrevivido sin la ayuda del hierro o los foquitos.
En esos años había prescindido de mujer y amigos, a pesar de ello no se sentía peor que rodeado de ellos, pero extrañaba las charlas los días de lluvia, extrañaba reírse. ¿Cuántas veces había reído en soledad? Solo recordaba el día que logró el primer litro de aceite.
Y se enfermó, por primera vez su cuerpo le pidió paz, se sintió cansado y con fiebre. La cabeza le dolía y no podía pensar claramente. Se acostó pensando en un sueño reparador. Estaba solo y transpirado de pies a cabeza. Tenia frío. Se sentía triste aunque no entendía la causa. Los últimos nueve años no había dejado de pensar y proyectar, ahora el cuerpo le impedía la claridad de sus ideas, no podía focalizar pensamientos prácticos. Por eso estaba triste, porque no podía pensar. La tristeza y la alegría no necesitan pensamientos, solamente aparecen y se van cuando se les concede el lugar. Por mucho tiempo no pudieron entrar en José porque no encontraron espacio, quizás la soledad dio lugar a la tristeza, una gran tristeza que le impidió levantarse.
Ahí quedó, ahí lo encontraron unos chicos vecinos que luego de días de silencio se animaron a cruzar la tranquera. Ahí lo enterraron, nadie reportó su muerte a la policía ni nadie preguntó por él, nueve años de ausencia es mucho tiempo.
Aun se mantiene la casa en pie, un cura instaló allí su misión, es la única casa con ventilador y luz eléctrica en setenta kilómetros a la redonda. La llaman “la casa de José”, nadie supo su apellido ni quiso averiguarlo.
Algunos inventos están en uso, otros viven la incomprensión del paso del tiempo y tal vez nunca vean la luz, son muchos y seguirán apareciendo cada vez que al cura se le dé por hurgar en los rincones.
Pero ante todo, el vientito que corre por la casa en las siestas de verano, será siempre agradecido como un homenaje silencioso.
Cruz J. Saubidet®

(I) (II) (III)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanto!!!
Hace mas de estos!...es como una novela cibernetica.
Gracias!