La comisaría del paraje La Tordilla dejaba mucho que desear, contaba con un calabozo sucio y vacío y otro ambiente más grande donde se asentaban dos escritorios. En una esquina, una cocinita a gas calentaba el agua para el mate.
La vida era aburrida para el suboficial Romero. Ya llevaba seis años ahí y no lograba acostumbrarse.
El pueblo no superaba las diez casas, la iglesia, el club y el bar. En este último Romero se sumergía todas las tardes a perderse en un vaso de vino tinto sin hielo, luego otro y luego otro.
Solo un error cometió, al menos solo uno grande, hacía ocho años que lo habían castigado por él y lo dejaron olvidado junto a una estación vía muerta en la zona mas aburrida del norte santafesino.
El suboficial Romero se recibió de policía porque prefirió que su arma fuese legal a diferencia de las de sus amigos y parientes. Creció en el barrio Yapeyú, la punta norte y olvidada de la ciudad de Santa Fe.
De tez oscura y mirada esquiva, era temido por los débiles del barrio, los fuertes lo ignoraban y quizás fue por eso que decidió ser policía. No estaba a la altura de los “bravos” de Yapeyú y como sabía que nunca lo estaría se cambió de vereda.
Pero en la policía le pasó lo mismo, los bravos de adentro lo ignoraban, tenía mucha fuerza pero sin duda le faltaba un poco de viveza o inteligencia. Era nada más que un arma de choque, sus superiores conocían sus capacidades y a la vez su debilidad a la hora de decidir el mejor camino entre dos opciones.
Solían mandarlo al estadio de fútbol los sábados o domingos, a patrullar de noche por los barrios oscuros y peligrosos y, las peores veces, a dirigir el tránsito cuando alguien daba aviso de un semáforo roto en una calle transitada.
Romero no se casó, tuvo una novia pero lo dejó luego de un tiempo harta de las promesas de pobreza. Era policía, de forma legal nunca conseguiría salir de pobre.
En junio de 1998 Romero fue invitado a una “fiesta de 15 años” en su barrio, la homenajeada era su sobrina. Allí se juntó la crema y nata de Yapeyú y el exceso de cerveza y las bromas de los amigos pusieron de mal humor al muchacho. Al ritmo de la cumbia, de la mano de una señora, Romero movía sus caderas. Las parejas se chocaban y pisaban, el suboficial estaba molesto. En la otra punta del patio Rubén Sosa jugueteaba con el cuello de una quinceañera que sonreía. Rubén Sosa siempre había ignorado a Romero. Rubén Sosa era uno de los personajes respetados en el barrio.
-¡Che vos Rubén! Me parece que a Sivita le molesta que le andes encima.
-¡Cerrá el orto Romerito! No te metas en lo que no te importa.
-¿Cómo me dijiste?
-Dije ¡cerrá el orto!
-¡A mí hablame mejor la puta que te parió!
Rubén se levantó y se puso cara a cara con el policía, con fuerza lo tomó de las solapas y lo elevó diez centímetros del suelo.
Romero llevó su mano a la cintura, sacó la reglamentaria y sin decir palabra disparó dos veces contra el pecho de Rubén. Dos muchachos quisieron sujetarlo y también les disparó antes de perderse a la carrera en las calles del barrio.
Rubén murió en el acto, tenía 29 años; uno de los heridos sobrevivió el otro agonizó cuatro días pero ya no pudo resistir.
Romero se escondió durante dos semanas, sus colegas lo buscaron sin éxito, pero su gente también le daba cara vuelta.
Una mañana fría de julio se entregó en la comisaría de Primera Junta y 25 de mayo, en el centro de la ciudad, donde pocos lo conocían. Fue detenido y enviado a la cárcel.
Dos años después el comisario lo sacó, pero lo mandó castigado a La Tordilla.
De vez en cuando encerraba a algún borracho peleador, si estaba con suerte lo visitaba la esposa de algún peón de los campos de la zona y descargaba las tensiones. Pero el tedio había cumplido seis años.
A las ocho de la mañana del 28 de octubre de 2006 lo encontraron ahorcado de un algarrobo grande que da sombra a patio trasero de la comisaría. No hubo cartas, despedidas ni llantos de amigos.
Queselevacer.
Cruz Joaquín Saubidet®
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