noviembre 06, 2018

Sobre relaciones con fantasmas y el Heavy Metal


A veces, las cosas raras o simples casualidades las tomo de forma natural y me lleva años darme cuenta de las posibilidades narrativas de la historia. Ayer estuve escuchando AC-DC. Y caí en la cuenta de que todo acontecimiento humano tiene un destino narrativo y está en el escribidor la responsabilidad de hacerlo entretenido. Eso trato.

No tengo idea si está vivo, hace un tiempo lo busqué por las redes sin suerte y cada tanto pego una espiada, pero nada. Es un fantasma y eso tiene mucho sentido porque el Perro siempre fue un poco hectoplasmático, desde su aspecto hasta su actitud escurridiza y antisocial.
Hay muchas formas de amistad, pero la más inexplicable es aquella dónde no se puede esperar absolutamente nada del otro, ni siquiera una charla en algún momento especial. Me gustan esos amigos, más que nada porque me obligan a comportarme igual y entonces cada encuentro tiene algo mágico, irrepetible y espontáneo, cosa difícil para estos tiempos de tomaydacas. Cada encuentro con el Perro corría riesgo de ser el último hasta que lo fue aquella noche, veinte años atrás, en el club República del Oeste. Claro que yo había tomado como el último el anterior, seis años antes en la costanera, cuando el Perro saltó el tapial del Lawn Tenis para afanarse pelotas de tenis, que eran una excusa más para desatar su adrenalina. Yo lo esperé afuera y cuando volvió con tres pelotas en cada bolsillo, caminamos hasta la orilla y las tiró al agua. Esa tarde me contó que tenía una novia llamada Mariela y que era un poco drogadicta, un poco dijo, y si el Perro consideraba a alguien de esa forma se trataba de algo serio. Todos los “un pocos” del Perro equivalían a un montón de cualquier cristiano cuerdo. Cuando se declaraba un poco en pedo, el Perro no podía caminar; un poco de hambre del Perro significaba comerse una cebolla cruda de tres bocados.
Usualmente las personas como el Perro me intranquilizan, siempre al borde de todas las emociones explosivas, uno tiene la duda de si te van a pegar un tiro o clavar un cuchillo por una pavada. Sin embargo nunca me pasó con él, algo me tranquilizaba y aseguraba que nunca se pasaría de rosca conmigo, y nunca pasó y lo he visto cagarse a trompadas con amigos por huevadas.
Estar con el Perro era como escuchar Heavy Metal del bueno, esa intensidad y violencia musical actúan como una aspiradora de la violencia propia, y eso me trajo al Perro a la memoria, porque a mis cuarentaylargos vengo a descubrir que el efecto de la música pesada es el contrario al que creí toda mi vida y, sin ser fan, un buen AC-DC o Sepultura me relaja más que Jorge Drexler.
No voy a sobrevaluar a mi amigo, no era gran tipo, era impresentable, violento, ladrón de pavadas, borracho, tomaba cualquier droga, pero debo valorar que nunca de los jamases me presionó ante una negativa de acompañarlo en sus vicios y hasta alguna vez me preguntó si me jodía que se clavara una pasta estando conmigo. Mi respuesta era la del libre albedrío, pero estaba claro que si se caía lo dejaba tirado y me iba a la mierda. Incluso, la tarde de las pelotas de tenis, lo dejé durmiendo contra la pared de un kiosco a las siete y me volví casa sin un atisbo de culpa.
La noche en el club, había acompañado a unos amigos a un recital de una banda horrible, allí me lo encontré al Perro, igual, con ese abrazo franco y esa cerveza en la mano. Conversamos casi sin escucharnos por el ruido, me contó que trabajaba con el padre y alquilaba una casita cerca de la cancha de Colón. Seguía con su aspecto fantasmagórico y seguía emanando esa paz tan violenta. En el amor andaba un poco mal, Mariela había muerto hacía un par de años y él estaba limpio desde ese momento, aunque ya estaba un poco podrido de su vida.
Nos despedimos a las cuatro de la mañana, él más mamado que yo, y fue la última vez. Hasta el momento.
Másvaleasí.
Cruz J. Saubidet®

octubre 29, 2018

"Apoyador integral de locuras ajenas" 2


Ya lo decía Rousseau, el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe, debe haber un poco de cierto al fin de cuentas él se hizo famoso, pero hay que tener cuidado porque la valoración al determinar lo bueno y lo malo de nuestras acciones es un camino ancho y de difícil transito. Las cosas que dañan a los demás están mal, eso está claro; pero muchos conceptos morales no hacen más que joderle la vida a la gente. La gente es mala y comenta decían las vecinas del barrio Roma en Santa Fe, que comenten nomás, casi todo es por envidia.
Esta introducción, como se habrán dado cuenta, es para atajarme de aquellos con más tabúes que libertades en materia sexual. Gracias a Dios, los jesuitas no pudieron ponerme culpas por ese lado, vaya a saber por qué.
Nunca conté esta historia, por respeto tal vez, pero no hay nada de que avergonzarse y la protagonista me autorizó siempre y cuando cambiara su nombre.
En mi primer año en la UNL, hice amistad con algunas personas que no eran el ejemplo a seguir en cuanto a lo académico. Fue un error, pero ya está. Entre muchas amigas, hubo dos con las que me sentía muy a gusto. Ambas compartían una minúscula casa donde nunca faltaba música, cerveza y una buena conversación. Allí pasé muchas horas, rodeado de una agradable libertad de oratoria.
Las dos chicas eran entrerrianas, de un pueblito cerca del río Uruguay y habían compartido escuela desde primer grado.
No eran muy lindas mis amigas, aunque Clarabella tenía un cuerpo muy interesante, que le gustaba exhibir bajo ajustadas camisetas y minifaldas. Cuando yo llegaba hacía como que me agachaba y siempre comentaba el color de sus bombachas.
Las dos noviaban con muchachos de la facultad más grandes que yo, y para mí era un alivio ya que no estaba interesado en relaciones sentimentales de ningún tipo. Una vez, Clarabella dijo querer probarme y sin preámbulo abusó de mi cuerpo. Estuvo muy bien y no afectó en nada la relación ni hubo incomodidades posteriores.
En una de las charlas madrugadas, Clarabella me comentó que su fantasía era protagonizar una película pornográfica, y ahí salto mi instinto de “apoyador integral de locuras ajenas” que le prometió todo el soporte que necesitara.
En un fin de semana en Santa Fe, le comenté al hermano de un amigo que se dedicaba al negocio audiovisual, acerca de mi amiga y su deseo. Y ahí quedó la charla. Hasta que un mes después, mi amigo me entregó un papel de parte de su hermano. Era un nombre y un teléfono para que le entregara a Clarabella. Así lo hice y los días pasaron.
Una noche de jueves, Clarabella me contó que tendría una entrevista en Santa Fe, en un par de semanas y que necesitaba mi ayuda para prepararse.
Por supuesto que accedí, quién se negaría a eso a los dieciocho. Durante una semana, cada noche dedicamos tiempo a mirar películas y a practicar posiciones, movimientos y sonidos propios de la industria del entretenimiento para adultos. Ella pedía y hacía indicaciones y yo trataba de hacer un decoroso papel. Aprendí mucho esos días y las enseñanzas me acompañaron el resto de mi vida. Le pregunté a Clarabella por qué me elegía por sobre su novio para esos menesteres, la respuesta concisa y clara fue que ella estaba enamorada y los sentimientos no ayudan en esta industria. Estuve de acuerdo y seguimos practicando.
Clarabella fue a la entrevista y no me permitió acompañarla, fue una lástima que no la eligieran, creo que tenía mucho talento, posiblemente sus rasgos duros y su tez oscura le jugaron en contra. Así y todo, le entregaron el video de la prueba y lo miramos una noche los tres. El actor me superaba por todos lados y Clarabella hacía un papel descollante, aplaudimos al final y brindamos con cerveza. Nunca más pasó nada entre nosotros.
La vida siguió y los caminos nos separaron. Cuando decidí escribir esta historia la busqué en Facebook y nos mandamos unos mensajes. Es madre de cuatro hijos y tiene su negocio en su pueblo natal. Me aseguró que guarda el video de la prueba y el recuerdo de esas practicas en un rincón de su corazón.
La verdad, Cruz, me comentó, el actor era muy grandote de todos lados pero con vos fue mucho mas divertido.  
Yo, agradecido.

Cruz J. Saaubidet®

octubre 23, 2018

“Apoyador integral de locuras ajenas”


Así como la mayoría de los días debo forzar mis sentidos para encontrar una historia, esta mañana hay dos que pujan por salir y aunque muy distintas entre sí, están conectadas en mi participación como “apoyador integral de locuras ajenas”. Porque si un amigo viene y me comenta sobre un emprendimiento tradicional (llamémosle poner un bar o fabricar medias para buzos de neopreno) mi reacción va a ser técnica y el apoyo no tan manifiesto. Sin embargo, cuando alguien me comenta una locura linda fuera de los parámetros establecidos, mi entusiasmo crecerá hasta el grado de convertirme en esa última gota necesaria en cada decisión. Tuve que tirar la moneda y la suerte se decidió por el Polaco.
Tomasz Nowak Cerrudo o el gringo Cerrudo o el polaco Tomi, allá en los albores de los noventas, era un hombre de treinta y pocos años, rubio, ojos claros, de aspecto de heladera antigua, dientes y orejas grandes y bigote estilo pizzero Italiano.  Andaba en una F100 nueva con unos cuernos texanos en el paragolpes, cosa que provocaba algunas burlas de los gauchescos y simpatía de mi parte. El polaco vivía con su madre en un campo sobre la ruta que va de San Cristóbal a Tostado, entre Santurce y La Cabral. Tierras malas y salinizas pero que bien manejadas pueden aguantar una vaca cada tres hectáreas. Claro que el polaco no estaba interesado en los bobinos y alquilaba sus seis mil quinientas hectáreas a su vecino. Su mundo eran el casco de la estancia y unas cien hectáreas alrededor.
El padre del Polaco tampoco era muy laburador, aunque la casa era una maravilla, no a la vista sino en innovaciones tecnológicas y mecánicas. Esa chispa estaba en su hijo que continuando la tradición siguió agregando elementos extraños e interesantes a su morada. El viejo Nowak se había matado en el 85 al estrellar su avioneta contra un molino mientras practicaba acrobacias para la fiesta del pueblo. Murió en su ley dijeron sus amigos del aeroclub quizás aliviados ante la posibilidad de poner en peligro a la población con piruetas aéreas demasiado osadas. El Polaco, ante la orfandad, decidió dejar la universidad de ciencias exactas en Córdoba e instalarse con su madre.
Una mañana, yendo yo para Aguará, paré a auxiliarlo de una pinchadura múltiple de ruedas. Cómo no tenía más ruedas de auxilio, lo llevé hasta su estancia. Ya me llamó la atención que tuviera un vaso térmico de café, aunque al ver su casa el vaso perdió magnitud. Había cuatro galpones diseminados alrededor de la casa y un tinglado gigante con dos avionetas.
En uno de los galpones estaba el taller mecánico, digno de envidia de cualquiera que yo conociera, con máquinas inexplicables y dos fosas impecables. Descansaban un Volvo rural viejo pero reluciente y un Jeep con ruedas desproporcionadas. En pocos minutos reparó las ruedas pinchadas y lo llevé de nuevo hasta la ruta. Al despedirnos me regaló el vaso-termo de café y me invitó a pasar cuando quisiera.
Así nos hicimos amigos, de encuentros de cervezas en la Shell de la entrada del pueblo, en el boliche y hasta compartiendo alguna pesca en el Salado. El Polaco siempre buscaba algo nuevo, había viajado mucho por el mundo y como sus finanzas estaban cubiertas ocupaba sus horas con inventos y teorías interesantes. Y así, tirada al azar, me comentó sobre la idea de crear el órgano de tubos más grande del mundo. El polaco había visitado el Boardwalk Hall en Atlantic City (yo estuve en 2007) y otro mega órgano en Filadelfia y sabía que no podía hacer algo así para superar el Guinness Record, pero, usando chapas de zinc y motores eléctricos quizás podría entrar a los record como el órgano de dos octavas con tubos más grandes y sonido más potente del mundo. Por supuesto que yo apoyé la idea y me comprometí a asistirlo en la construcción. La inversión era interesante aunque no dañaría las arcas de la familia Nowak Cerrudo, o no tanto ya que el polaco contrató a dos antenistas, un tornero, un chapista de autos, tres atorrantes del pueblo y al único afinador de pianos de la zona. Se colocaron ocho antenas de entre 115 y 80 metros separadas seis metros unas de otras, en cada una se insertaría dos o tres tubos de acuerdo a la escala musical. Yo pasaba un par de veces por semana para chequear los avances y cada visita me maravillaba la magnitud de la obra. Los tubos iban desde los 2 metros de diámetro hasta los sesenta centímetros y las alturas variaban aunque todos eran imponentes. Entre todas las opciones, el polaco había elegido hacer tubos labiales y durante meses el piso del tinglado estuvo cubierto de flautas gigantes que serían la última parte a instalar. Bajo cada antena, un compresor eléctrico proporcionaría el viento necesario para tres tubos. En un acoplado colocó el teclado y el panel eléctrico.
Desde la ruta podían apreciarse los tubos brillantes y varios curiosos se acercaron y tomaron fotos que a su vez vieron periodistas que también vinieron a observar la obra. Luego de dieciséis meses el órgano estaba listo y había que probarlo. Claro que ni el polaco ni yo sabíamos tocar mucho el piano, así que los primeros sonidos que escupió la estructura fue el cumpleaños feliz, básico, sin acordes, las notas nomás, que nos dejaron satisfechos aunque un poco sordos. El sonido era realmente potente.
El fin de semana de la fiesta del caballo en San Cristóbal, invitamos a todos los que quisieran a la inauguración, incluyendo choripanes, cerveza y música en vivo. Vinieron cerca de ochenta personas y las cámaras del canal local cuyo periodista estrella se empecinaba el llamarle piano al órgano. La mamá del Polaco fue la música invitada y se lució con la interpretación de “para Elisa” que sonaba raro en la potencia de los tubos. Hubo aplausos, video, periodistas y luego silencio.
A pesar de la repercusión en la prensa, las cartas y los llamados, la organización Guinness siquiera amagaba con venir a chequear el invento del Polaco. Alegaban que la distancia y el tiempo hacían imposible la visita y que la estaban programando para dentro de dos años. El polaco no se deprimió y siguió con nuevos proyectos. Yo me mudé y estuvimos desconectados unos años. Hasta que me llegó la invitación a su casamiento y esa fue mi última visita a su estancia. Los tubos seguían enhiestos e imponentes y la marcha nupcial fue ejecutada en el órgano. La última carta de Guinness postergaba un par de años más la visita.
Y la vida siguió…
Hasta anteayer, que mi hijo menor compró en una feria de libros usados los Guinness Records de 2008. Hojeando las cosas raras, allí estaba, el órgano con los tubos más grandes del mundo, acompañado de una vista aérea de la estancia del Polaco y esas ocho torres rodeadas de tubos. En la última foto estaba el Polaco de pie, con sus bigotes y menos pelo, sentada en el teclado junto a él, una adolescente apretaba las teclas, supongo que debe ser la hija de mi amigo. Masvaleasí.
Cruz J. Saubidet®

octubre 02, 2018

Título en proceso


El mundo es grande, y lo que entendemos es poco. Cuando aceptamos eso se abre un poco el panorama y la mente puede descansar un rato. Yo no estoy curado del todo, pero trato mucho de evitar hacer juicios de valores. Por supuesto que me parecen feas las cosas que lastiman a personas, pero cuando se trata de situaciones o actitudes que no tendrían que molestar, cada vez entiendo menos a los criticones seriales.
Es difícil la felicidad, mirá si será difícil que casi nadie la consigue. No se enseña la felicidad, ni la alegría ni la tristeza. Pueden tratar de meterte cosas en la cabeza haciéndote pensar que si seguís ciertas pautas sociales-culturales-religiosas vas a estar más cerca de alcanzarla, puede funcionar para algunos y por un tiempo, pero tarde o temprano la gente pensante va a sentir una disconformidad y, con un poco de coraje, va a querer alejarse de esa zona donde le aseguran muchos que está la alegría y la plenitud.
Juzgar es una de las actitudes que demuestran el miedo de salir de la zona en la que estás. No querer aceptar diferencias, a mi entender, es el temor a descubrir la posibilidad de estar equivocado. No hay que ser un genio para confirmar que todos estamos equivocados en algo y bañarse de humildad sería una buena cosa para los juzgadores seriales.
Los sentimientos no se enseñan, te pueden explicar cómo ser bueno pero nunca a sentirte bueno, te pueden enseñar matemáticas pero no a apasionarte con los números, te pueden convencer que necesitas ser heterosexual y formar una familia pero sabemos que no siempre es así. Los sentimientos fuertes son lo único que no sigue modas, y son lo que nos hace ser lo que somos, para bien o para mal.  Los homofóbicos deberían darse cuenta que ser puto-lesbiana-trans requiere un coraje impresionante habiendo en el mundo tanta gente que prefiere juzgar antes que comprender. Y eso debería generarles a estos dueños de “la posta” un respeto especial por los “diferentes” Claro que no les pasa.
Yo paseo mucho por las redes, especialmente Twitter y Facebook y leo mucha gente enojada y juzgando cosas que no deberían molestarle. Es necesario aprender a aprender, saber tiene fecha de vencimiento ya que todo cambia cada vez más rápido. Saber te puede servir un tiempo, pero si no te tomas el trabajo de aprender y cambiar, tu sabiduría va a ser obsoleta pronto.
¿Qué puede molestarte que le expliquen a tu hijo/a en la escuela que el concepto hombre / mujer es mucho más amplio de lo que pensás?
No hay dudas que es mucho más cómodo tener hijos, parientes y amigos que no van a ser discriminados, pero al fin de cuentas lo que queremos es que sean felices, y la felicidad es difícil y muchas veces imponiendo conceptos la complicamos más todavía.
Yo estoy aprendiendo despacio, es un largo camino, pero liberador.
 Cruz J. Saubidet®

agosto 20, 2018

Sobre tumbas de tuscas


En cuanto llegué a la casa encendí la radio y prendí fuego, los pelos del brazo se me erizaban en cada movimiento y no podía manejar mis sensaciones. Saqué el catre y me senté a fumar un armado. Iván se acercó y se me enrolló en el tobillo, sentí que se apretaba más que otras noches pero me hacía bien la presión. Tuve que prender otro cigarrillo con la brasa del primero, mis nervios lo exigían.
El fuego subía un par de metros, le seguí agregando leña. Me recosté con la radio en la oreja y la víbora en el tobillo, cerré los ojos y descansé un rato entre sueños.
Algo me despertó y no fue un ruido, el fuego seguía fuerte y la luna estaba comenzando a alumbrar. Miré a los lados y nada, Iván ya no estaba en mi tobillo y se oía el chisporrotear de la fogata.
Me dio miedo la soledad de la noche sin ruidos. Cerré los ojos y de nuevo algo me hizo abrirlos. Miré hacia la galería y vi claramente a alguien sentado en la silla. La boca se me petrificó y no me permitía hablar, se me erizaron los brazos y mis ojos querían cerrarse pero no podían.
Desde la galería me miraba, en silencio. Como pude armé un cigarrillo y lo prendí con una brasa, no me animaba a caminar hacia la penumbra, ni a salir corriendo. La linterna tenía poca pila y apenas alumbraba, apunté hacia el bulto pero la luz no llegaba, agregué mucha mas leña para hacer del fuego una gran antorcha. La señal de la radio se había perdido y se escuchaba estática, el dial no respondía, todo era mudo.
Preso del terror me icorporé y caminé despacio hacia el visitante. Ahí estaba, sentado, inmóvil, panzón y transpirado.
– ¿Agustín? ¿Dónde andaba?
–Por ahí, a las vueltas, no del todo bien.
–Lo estuvieron buscando por todo el campo.
–Los vi, pobre Jorgito, como loco andaba.
– ¿Por qué no les salio al cruce?
–Ellos no me veían ni oían, yo les gritaba, me ponía en el medio del camino, trataba de manotearle las riendas, no se que me pasó.
– ¿No se acuerda de nada?
–Alguito nomás, me recordé temprano los otros días, de noche era todavía, y me dolía mucho el pecho. Me asusté, nunca me había dolido tanto. Fui a agarrar caballo y no podía enfrenar el pingo, trataba de poner el freno pero el brazo se me venía abajo como sin fuerza, vio.
– ¿Y qué hizo entonces?
–Grité fuerte a ver si andaba algún indio a las vueltas, ¡nadie no había!, era oscuro, las cuatro y media capaz, el pecho me chusiaba de adentro. Entonce salí caminando pa los toldos, caminar me calmaba un poco. Tranquié un rato por el monte, casi sin ver. En un momento me desapareció el piso y me vine abajo, era como un resumidero, alguna cueva, no sé bien que era.
– ¿Cuánto estuvo ahí?
–Ni idea, pero cuando abrí los ojos ya no me dolía nada, me sentía demás bien, era raro eso, a mí siempre me duele algo. Empecé a caminar, en patas andaba y ni una espina me clavaba, era raro también. Fui hasta los toldos y nadie no me prestaba atención, era como que no me veían, yo sí los veía, pero ellos como si fuera un ánima, ni pelota. Pensé que se habían enojado, vio como son, así que me volví al rancho, despacio. Otra cosa rara era que no tenía ni hambre ni sed, pero que se yo. El tema es que erré el camino y aparecí en la orilla del Pilcomayo y como estaba casi seco lo crucé, pensé que los milicos que pasaron en un Jeep me dirían algo, pero ni me miraron y siguieron recorriendo.
– ¿Cuántos días anduvo por Paraguay?
–Ni idea, Joaquín, no sé como pasaban los días, me parece que me dormía de golpe y cuando me levantaba era otro día, andaba perdido y medio asustado.
– ¿Y entonces?
Yo nunca dejé de lado el susto, sabía que no era normal la aparición de Agustín en mi casa y menos a esas horas de la noche, pero quería enterarme de todo, por más que me asustara el cuento.
–Me volví al rancho, tardé bastante porque estaba lejos, me asusté cuando vi a Jorgito con dos milicos revisando el rancho, más me asusté cuando no me vieron llegar y me pasaban por al lado sin mirarme. Entonce me acordé que la mamá de Rolo un día nos contó como eran las ánimas de los muertos. Ahí me asusté mucho, me parecía que yo era un ánima. Entonce me fui pal pozo en que me había caido y estaba casi todo tapado por una tusca, pero me vi ahí, no me miré demasiado porque me daba miedo, pero ahí estaba yo, muerto.
– ¿Y por qué vino para acá?
–Por el vinal me parece. El fuego del vinal me gusta demás, de ahora nomás, antes no me gustaba. Y lo mejor es que usted me escucha, hasta ahora es el único que me oye.
– ¿Cómo lo ayudo, Agustín?, no sé nada de ánimas.
–Dígale a la Rosa y al Jorgito que no me busquen más.
–Me parece que lo mejor va a ser encontrar su cuerpo así lo entierran y no lo buscan más.
–Vaya usté con mi hermano, no quiero que el Jorgito me vea de golpe.
–Bueno, si prefiere, yo mañana voy con Vastides a primera hora, ¿Dónde está el pozo?
Me indicó el lugar con lujo de detalles, mi susto se evaporaba ante la ausencia de peligro, Además no estaba seguro si estaba dormido o despierto o soñando.
–Me voy, don Joaquín, lo dejo dormir, gracias.
– ¿Necesita algo más?
–Sabe que sí, le pido que le diga a la mamá de Rolo que la voy a visitar esta noche, que haga fuego con vinal.
–Le digo, no se preocupe.
–El problema es que no sé como salir de acá, ella siguro que sabe lo que hay que hacer.
–Ojalá que lo ayude, yo le digo, que ande bien.
Lo vi levantarse sin emitir sonido alguno, cruzó el patio y desapareció.

***Fragmento de Tierras Grises® CJSinCT®


mayo 31, 2018

Sobre frases simples que cambian la vida


Debo aclarar mis reparos para con el gauchismo.
Cada vez que me dicen gaucho respondo: “No, mi hermano es el gaucho, o mi viejo, yo tengo un concepto sarmientino” 
Entonces me replican: “vos te criaste en el campo y conocés de los trabajos y la idiosincrasia”
Y yo: “Por eso, el gauchismo y las almas como la mía no se llevan bien” Aseguro antes de un sapucay.
Pero no estoy acá para criticar la tradición argentina ni disgustar una vez más a mi padre sino para relatar un detalle gauchesco que me ayudó en momentos difíciles de mi vida. El proveedor de la revelación fue Héctor Torrez o Pitín, en algún verano de mi primera adolescencia.
Debo aclarar que a mi padre le molestaba muchísimo que yo pasara el verano ocioso disfrutando de mates y pileta como hacían mis hermanas. Yo debía trabajar y, a pesar de mi desagrado, madrugaba, agarraba caballo y salía al campo con la peonada a la vez que era mandado por el capataz. Me dirán muchos que está bueno y yo diré que si te gusta debe estarlo, si no  te gusta es una tortura más aun cuando tus hermanas duermen hasta las diez y disfrutan de sus vacaciones. Cosas de los padres de campo y sus hijos varones.
Campos de montes aquellos. A la hora de sacar la hacienda había que internarse entre las ramas y gritar tratando de no rasparse mucho ni perderse. Luego de la primera pasada, había que hacer una segunda ya que nunca salían todos los animales, así es que Cruz Joaquín debía quedarse cuidando que el rodeo no volviera al monte mientras el resto del personal retomaba la búsqueda. Ese tiempo ahí parado era interminable, muchas veces dejaba que se escapara alguna para alcanzarla al galope y traerla de nuevo, pero era peligroso porque a veces esos bichos se siguen y se terminan escapando todos. Esas horas “atajando” eran la peor parte del trabajo. Y ahora entra Pitín en la historia, dándole un giro a mi tedio.
Estaba una mañana de calor extremo cuidando un rodeo. Habían pasado casi dos horas  desde que me habían dejado y se empezaba a escuchar el griterío del capataz que estaba volviendo con algunas vacas más. Al llegar junto a mí, Pitín me mira con tristeza y me dice: “Debe haber sido aburrido, Mincho; ¿Cuántas te hiciste? Esa frase cambió mi vida.


CJSinCT® Twitter: @cruzjoaquin BLOG: http://cruzsaubidet.blogspot.com/

mayo 07, 2018

LA FORMULA IMPRECISA PERO CORRECTA (quizás)

Es muy complicado determinar cuándo un salario es justo o injusto.
Es sabido que los empresarios y las corporaciones son bastante herejes a la hora de los salarios y la brecha entre directivos y empleados termina siendo vergonzosa. Y esa maña no es exclusiva de las corporaciones, también los pequeños empresarios son golosos con las ganancias y no sienten culpa al pagar sueldos de hambre a sus empleados. Por suerte no todos los empresarios son así y, sobre muchos que cumplían la norma a rajatabla, me tocó trabajar un tiempo con un hombre bondadoso siempre atormentado con la idea de ser injusto en la repartija de sus ganancias.
La empresa era próspera y los márgenes sustanciosos.
En ese tiempo yo estudiaba administración y quizás por eso o por otras afinidades mi jefe me propuso generar una fórmula para pagar salarios justos sin poner en peligro la salud financiera de la empresa. Se me ocurrió la fórmula de dividir el 25 porciento la ganancia neta anual por la cantidad de empleados y ofrecerla como un bono de fin de año proporcional a cada salario. Mi jefe no estaba en desacuerdo con la idea, pero como no quería pecar de injusto y consideraba que un premio no debería tener escalafones ni diferencias de estatus entre el personal me pidió que elaborara una formula equitativa para la distribución de la cuarta parte de las ganancias.
 Mis primeras propuestas fueron auto rechazadas antes de presentarlas, hasta que decidí pensar literariamente, algo loco y fuera de los parámetros establecidos. Mi jefe se rió cuando le expuse mi idea y la supuse descartada, pero luego de dos semanas me pidió que elaborara una hoja de cálculo semanal con los ingresos del año fiscal anterior.
 Hecho eso, la empresa licenció con goce de sueldo a un empleado cada semana. Éramos veinte contando al jefe por lo que el experimento se concluyó en menos de un semestre. Una vez finalizada la rotación, hicimos una concienzuda comparación de ingresos y determinamos el porcentaje de pérdida/ganancia que a la empresa le significaba cada empleado.
 Fue así que la mayor tajada se la llevó el cobrador, seguido por los repartidores y los vendedores y la secretaria administrativa. Lo empleados de planta ocuparon el quinto lugar y yo, que había tenido la brillante idea, quedé último y cómodo.
 Al poco tiempo partí a nuevos horizontes y no sé si el sistema se seguirá utilizando, pero fue una de mis experiencias laborales más gratificantes y aunque no estoy seguro si la formula era precisa, creo que al menos era un pequeño acto de justicia entre tanto sorete a las vueltas.

 Cruz J. Saubidet®

abril 16, 2018

Mi primer día en el paraíso. O ensayo sobre el calor, el abandono, las yararás y el tereré

Vastides me indicaba el camino, cruzamos una tranquera y marchamos trescientos metros por un monte bajo, después un claro y a cincuenta metros, la casa. El terreno circundante estaba delimitado por un alambrado de varios hilos y tenía un par de vinales con sus empinas apuntándome a los ojos, en el medio, la vivienda. Estaba construida con bloques prefabricados que mantenían el color gris original, una galería rodeaba dos de los cuatro lados, bajo ella había una vieja mesa y una silla destartalada con asiento de cuero. Un aljibe vigilaba firme a un costado de lo que sería mi hogar.
La puerta era de chapa al igual que todos los cerramientos. Entramos. La primera imagen fue un poco tenebrosa, si bien no estaba oscuro, la falta de revoque de las paredes y el cielorraso de fibra de vidrio humedecida eran en sí la idea de abandono. Se ingresaba a un ambiente grande donde se erguía la cocina en una esquina y la sala comedor en el resto. De allí surgían dos puertas enfrentadas a la de entrada que daban a los dormitorios y una tercera, frente a la cocina, que comunicaba con el baño.
Entré al primer dormitorio y me intimidó un fuerte zumbido, al mirar el techo me encontré con un gran panal de avispas negras y pequeñas (camoatí), adentro había un baúl con candado y una cama destartalada.
El otro dormitorio estaba peor, en lugar de ventana tenía unos cartones y el piso de cemento se había hundido dando lugar a hierbas de todo tipo.
A esa altura podía imaginarme lo que sería el baño, pero era peor. Su pequeñísima ventana apenas dejaba pasar la luz, las paredes nunca habían sido limpiadas y el inodoro y el lavatorio estaban inutilizables.
En la sala, Vastides me miró con cierta pena mientras prendía la radio teléfono.
– ¿Está seguro que  se va a quedar acá?,  Mire que de noche es fiero.
–Así parece, Vastides, pero no tengo otra alternativa.
–Y los bichos, vamos a tener que fumigar antes de que se instale.
–Traje unas pastillas de Gamexane, ahora las ponemos.
–Como usted diga.
Vastides saludó y la voz del jefe sonó del otro lado, le indicó lo que quería que me mostrara, habló conmigo un par de frases y cortó.
Con la ayuda del capataz cerramos todos los huecos y prendimos las pastillas. En pocos minutos la casa estaba llena de humo, incluso salía por debajo del techo debido al deterioro del cielorraso.
Mientras conversábamos me dediqué a sacar un poco de mugre de la galería con la escoba.
–Usted no va aguantar acá, se va a querer ir mañana, ¡va a ver!
No lo decía con maldad, Vastides ni siquiera estaba molesto con mi llegada, no le importaba que yo estuviera o no, quizás sintiera un poco de lástima de mí futuro en esa casa. No fue simpático ni antipático, solamente hizo lo que el jefe le dijo que hiciera.
–Yo creo que sí, aunque veremos que pasa.
–Es bravo acá, la calor, los bichos, andar solo y aburrido.
–Vamos a ver que pasa.
–No va a poder dormir esta noche en la casa, vamo pa la mía y le armamos un catre pa esta noche, mañana ventilamos bien.
–Como diga, don, vamo nomás.
La tardecita cedía el paso y un pequeñísimo frescor se hacía sentir, caminamos el trecho hasta la casa sin hablar, no hacía falta. Yo miraba para bajo pendiente de las víboras que abundaban en la zona, mi experiencia me había enseñado que las yararás salían de tardecita, relajadas de los baños de sol que se daban durante el día. La yarará no es muy grande, no he visto de más de un metro veinte, pero es peligrosa. Este ofidio se mimetiza con la tierra y se asemeja a un palo tirado en el camino, por eso hay que estar atento. Pero el peligro real no es grande cuando está estirada, para atacar se enrolla y pega el salto cual resorte mientras sus colmillos buscan dar con la presa. El cálculo hay que hacerlo rápido, en el momento de verla enrollada es inminente calcular su largo y colocarse lo mas lejos posible. Toda mi vida conviví con esos bichos y me mantuve a salvo de sus mordeduras o picaduras como le dice la gente. De chico las mataba apenas las veía, de más grande las suponía un eslabón de la cadena alimenticia y las eliminaba sólo si las encontraba cerca de la casa.
Pero jamás en mi vida había visto tantas como en el trecho que separaba mi casa de la de Vastides. No representaban un peligro en sí, se dejaban ver y se escondían al sentir los pasos.
Gracias a Dios, la naturaleza ha hecho insociables a estas serpientes y sólo atacan cuando consideran que no tienen la posibilidad de huir. Pero cuidado, no es necesaria la intención de atacarla para que ella se sienta en peligro, basta pasar lo bastante cerca para hacerla conjeturar que escaparse no es lo mejor.
Vastides caminaba tranquilo y sin mirar el terreno, yo no despegaba los ojos del piso a pesar de tener puestas las botas de goma gruesa, que según aseguran, no pueden ser traspasadas por los colmillos de la yarará.
De más está decir que en ese clima ese calzado es una tortura, los pies orillan el punto de ebullición y la media se empapa a los pocos minutos. Y el olor que desprenden al quitarlas es terrible, penetrante. Las pobres medias empapadas, una vez que se secan se solidifican y es imprescindible abollarlas de mil maneras si lo que se quiere es volver a usarlas.
Así llegamos a casa de Vastides y la familia en pleno compartía un silencio amenizado por unos chamamés que escupía el grabador.
Me arrimé y senté en un banco esperando me llegara rápido el tereré y no pronuncié palabra hasta que llegó mi turno.
Cruz J. Saubidet®


marzo 28, 2018

Un perro en el camino

Hace muchos años, en uno de mis veranos indigentes pero felices en el sur de Argentina, conseguí un lugar para dormir en una tapera cerca de un arroyo. Era más que nada un techo protector sujetado por unos trocos finos que dejaban pasar el frío y la luz de la noche de tormenta. Noche medio inquietante, silenciosa y desprotegida. Alrededor de la medianoche unos ojos se posaron en la entrada, ojos brillantes y aterradores. Acto reflejo agarré mi cuchillo y esperé su primer movimiento. Los ojos no se movieron por veinte minutos, yo tampoco hasta que un relámpago dejó al descubierto la calidad de perro de mi visitante. Nos hicimos amigos y me siguió durante cuatro días en mis paseos andinos. 

Después nos abandonamos, pero quedé en deuda y luego de veintipico de años decidí escribirle un cuentito. Su camino había sido dilatado, venía del norte quiero creer. Sin saber la razón, alguna fuerza desconocida lo incitó a correr. Mucho tiempo de ello, tal vez pasaron años.
Por algunas semanas su instinto le hubiera permitido el regreso pero no, esa fuerza oculta e inexplicable lo obligaba a seguir, siempre adelante. Unos días luego de su huida, recayó en un pueblito. Una gran ruta siempre transitada. Sin pedirlo siquiera, le dieron algo de comer en la puerta de un bar, no mucho, unos pedazos de carne cocida y bastante negra, comerlos le dio sed, salió corriendo y cruzó la ruta. Un estruendoso sonido agudo casi lo paraliza, saltó y en ese mismo instante vio una gran sombra que lo cubría. Ya podía estar inmóvil, temblaba quieto al costado del camino. Siguió su rumbo esa misma tarde, esquivando las rutas grises y buscando senderos terrosos que prometían mayor seguridad. ¿Dónde iba? No era una pregunta que se hacía. ¿Qué buscaba? Nada más que sosegar el instinto que lo regía, a veces contra su voluntad.
Durante meses caminó por caminos de tierra, varias veces estuvo tentado a asentarse en lugares donde era bien recibido y la comida no faltaba. En este país la comida no faltaría nunca, si no es en un plato, será cazada de una zanja en forma de cuis o perseguida en campos como liebre, perdiz, mulita, etc.
Pero su instinto lo condicionaba al ruedo de caminos, debía seguir. Los campos verdes y las estaciones transformaban el paisaje. Cruzó ríos por puentes o a nado, vagó por campos desérticos, por montes cerrados y por trigales brillantes.
Llegó el momento que su olfato ya no recordaba su procedencia, incluso su nómada vida no le permitía atesorar demasiados olores. Estos cambiaban día a día, mes a mes, año tras año.
 Los campos se habían tornado áridos, el clima ventoso y la caza complicada, no por falta de habilidad sino por la escasez de presas. Por eso, luego de casi dos años de caminar hacia el sur, cambió su rumbo hacia el poniente. Más de un mes hubo de seguir ese periplo para que la situación mejorase. Había adelgazado bastante y se tornaba difícil procurarse agua. A duras penas la conseguía y llegó a comer serpientes y bichos que no conocía.
Vio el lago de lejos y corrió a su encuentro, no esperaba tal frescura del agua, salió temblando de frío, el calor del sol volvió a templarlo. A su alrededor todo era verde, los árboles altos con sus ramas lejanas no dejaban de asombrarlo. Se acercó a una casa, afuera, bastante gente sentada comía sin prestarle atención. Un hombre lo observaba, lo vio flaco y le ofreció alimento. No se movió de su lado hasta quedar saciado. El hombre se levantó, saludó a sus condiscípulos, se dirigió hacia una camioneta y lo llamó. No entendió el llamado, los años lo volvieron parco. Volvió el hombre a llamarlo y él se acercó. Lo invitó a subir a la camioneta, de un salto trepó a la caja. El camino era extraño, la tierra y las piedras se elevaban y descendían abruptamente. Se durmió.
Despertó en una ciudad, las calles eran azules o grises. Llegaron a una casa. El hombre descendió y caminó hacia la entrada. Dudaba de bajar, no lo hizo hasta que el amigo se perdió tras la puerta. Bajo la camioneta el pasto era agradable. Era de noche. No tenía hambre ni sed. Se durmió.
Despertó antes que el Sol se asomara, caminó por el barrio, todo era silencio. Escuchó que lo llamaban, corrió hasta la camioneta y trepó otra vez, el hombre le dio algo de comida. El viaje fue largo y lo irregular del terreno lo volvía monótono. Era mediodía, llegaron a un sitio campestre. Salió un hombre de una vivienda y saludó al conductor con amabilidad. Bajó de la camioneta y se acercó a una de las construcciones. Un gruñido lo puso alerta. El perro ovejero lo miraba con desconfianza y emitió un ladrido. Era grande el enemigo. Corrió hacia la loma. El ovejero se aburrió de perseguirlo pero él siguió la carrera. Desde la altura observó el pasto que brillaba y a lo lejos una mancha negra.
No le gustó y caminó hacia su derecha. La sed lo llevó hasta un arroyo, tomó agua y siguió caminando por la orilla. El suelo se hacía pedregoso y encontró una tapera. Allí pasó la primera noche. Sus necesidades estaban cubiertas, consiguió algunas presas y había buena agua. Era el momento del reposo. Decidió asentarse, le gustó el lugar.
 Observó que alguien se acercaba. Entró a su casa. Esperaba que se fuera pronto, no sucedía. Llegó la noche, la persona prendió fuego. Percibió que el pájaro con el que convivía seguía adentro, decidió imitarlo. Se acercó a la entrada con sigilo. Apreció el temor del invasor, sabía que por miedo se pueden hacer locuras, así que no se acercó. Pasaron unos minutos y el hombre lo llamó, desconfiaba, a pesar de ello avanzó sigiloso. Ante el segundo llamado se puso a su lado. El hombre ya no le tenía miedo y le tocaba la cabeza. No recordaba cómo eran las caricias, gruñó sin pensarlo. Le gustaron, quería más, el hombre lo percibió y volvió a tocar su cabeza. Se sentía bien, ya no temía y apoyó su cabeza en los pies de su nuevo amigo.
Cruz J. Saubidet®

marzo 08, 2018

Un dolorcito menor


Se apartó un poco y se puso la camiseta. La abracé y se resistió. Noté que lloraba, supuse que no era de dolor. -¿Qué te pasa?- Seguía llorando.
Mi inexperiencia me hacía creer que le había hecho algo malo. La concepción machista nos ha convencido que las mujeres sufren más por amor que los hombres, ¡no es verdad!, Los hombres estamos obligados a no sufrir en esos casos, lo que es un doble trabajo ya que a pesar del dolor, tenemos que aparentar indiferencia. Esto hace más largas las agonías.
-Yo no quería que esto pasara. ¿Qué hicimos?
No hacía falta respuesta, el proceso químico de la atracción sexual había explotado en su caso y mi amor desmesurado sólo se había dejado llevar. En ningún momento me pareció que no quisiera.
-¡Qué vergüenza!
-¿Por qué?
-No sé, ¡ah qué vergüenza!, vamos, me siento muy rara.
-Yo estoy muy contento. Sin duda lo estaba, durante meses había soñado ese momento, no de esa forma, daba igual, la chica que amaba al fin había caído a mis brazos. Que inocente era, en realidad, estaba a punto de perder lo poco que tenía.
Traté de abrazarla mientras volvíamos. –Mejor no- me dijo. Y no me habló nunca más.

Cruz J. Saubidet®