octubre 07, 2005

Su padre le puso Marco Cap. 2


La chata que lo trasladó iba cargada de sandías, melones y zapallos. Llegó a Reconquista, provincia de Santa Fe, y en retribución por el viaje ayudó en la descarga y posterior carga en camiones de la mercancía.
No le gustó la ciudad, la gente le resultaba demasiado campesina y no entendía a esas personas. Anduvo como bola sin manija una semana hasta que consiguió un camión que lo trasladó a Resistencia, provincia del Chaco. La ruta era de tierra, insalubre para alguien acostumbrado al agua, tardaron casi un día en llegar. Había llovido y debieron estacionarse a esperar que se seque el camino. Los pueblitos que cruzaban no brindaban más que comida y vino. Decidió que no volvería por esa senda.
Resistencia era rara, ciudad chata que no tenía una industria que la caracterice. No le gustó, por lo que rápidamente se instaló en Corrientes, Paraná de por medio y un mundo totalmente distinto.
A sus veintitrés años era un buen compositor de milongas y rascaba la guitarra con ternura, no tocaba, simplemente acariciaba las cuerdas generando una atmósfera apacible para los oyentes.
Mucho había escuchado de los correntinos. Hombres de cuchillo en la cintura, bravos y atléticos y sus mujeres rellenitas y gritonas. Era verdad, lo que no le habían contado era que además eran buena gente.
Se instaló en las cercanías del puerto y encontró trabajo en los bares de la zona. Corrientes lo llenó de amigos y mujeres. Realmente lo pasaba bien, alquilaba una casita con jardín cerca del puerto y solo trabajaba por las noches. Durante los días se dedicaba a pasear y galantear mujeres casadas, sabiendo que de ser descubierto le abrirían el estómago de un cuchillazo. Necesitaba un poco de peligro en su vida, la tranquilidad lo ahogaba, además, esa carne prohibida y sabrosa que le ofrecían las correntinas ávidas también de emociones, le alegraba tanto el cuerpo como el corazón. Más de una vez se vio obligado a saltar por la ventana desnudo y esconderse bajo ligustros hasta que el peligro pasara. Eso le gustaba, era un espíritu libre que tomaba lo que le daban.
Luego de dos años era un correntino puro y hablaba un poco el guaraní. Ya no le quedaban rastros del portugués en la tonada, pero, de juntarse con brasileros, lo parlamentaba a la perfección.
De su hijo rosarino fue sabiendo por cartas que recibía de la italianita, estaba bien, seguía creciendo. La correspondencia con su amada se hizo constante y natural, claro que no existía entre ellos la pasión inaugural del amor, pero se iban asentando a través de las epístolas, sentimientos nuevos y gratificantes. Se transformaron en un matrimonio por correspondencia, era una cómoda situación. Ambos tenían sus pulsiones saciadas por terceros, pero compartían la crianza del hijo. Ella con su paciencia, él mandando dinero para los gastos del párvulo.
Quiso un día conocerlo, el chico ya tenía dos años. Mandó los pasajes en barco. Su amada no llegó, con el niño venía su abuela.
La semana que estuvieron en Corrientes fue muy feliz, disfrutó a su hijo, se ocupó de todo lo que necesitara y malcrió a su suegra con vestidos y zapatos.
El niño no le prestaba demasiada atención, pero una sonrisita o unas palabras emitidas por él, le bastaban para sentirse un buen padre. Definitivamente no lo era, pero dadas las circunstancias, había asumido el rol que la situación le permitía. Le gustaba sentirse padre. La noche antes de la despedida, presentó su vástago a sus amigos de la noche, muchos de ellos ni siquiera conocían su existencia, pero el hecho le valió brindis de todo tipo e incluso propuestas de las trabajadoras de la noche que ofrecían su cuerpo en función de “uno igualito”. La verdad es que era un lindo niño, los ojos claros como los de la madre, de un celeste tirando a verdoso, el pelo castaño y lacio, piel clara y no era gordo como la mayoría de los niños de dos años. Rodrigo recordaba que tampoco él lo había sido.
Despidió a su suegra y su hijo un domingo al mediodía, volvieron con muchos regalos y cartas, incluso le dio una guitarra al niño suponiendo que quisiera seguir el camino de su padre.
Esa noche tocó mejor que nunca y remató sus alegrías con unos revolcones eróticos con Paula, una chica de dieciséis años que hacía poco trabajaba de puta y le quedaban aún resabios de romanticismo y a la que le tuvo que exigir le cobrara pues, según ella, con él era por placer.
Al día siguiente acompañó a pescar a un par de amigos y se internaron Paraná arriba en busca de dorados gordos o algún cachorro de surubí de medida. Pasado el mediodía acamparon en la orilla y prepararon unos bagres a la parrilla.
Volvían a la tardecita los tres bastante envinados, habían pescado poco, no importaba.
Medio dormidos se dejaron llevar por la corriente, en la orilla se asomaban carpinchos y yacarés agradecidos de no ser disparados.
De pronto, un fuerte bocinazo los sobresaltó, poco podían hacer ya, el casco de un barco era todo lo que veían. Rodrigo pegó un grito, saltó al agua y nadó a toda la velocidad que el cuerpo borracho le permitía. Las piernas se le habían acalambrado y flotaba mientras el barco pasaba a su lado, sintió el ruido del bote bajo el casco, le tiraron un salvavidas. Subió al barco por una escalerita y en cuanto pisó firme se derrumbó.

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