A veces, las
cosas raras o simples casualidades las tomo de forma natural y me lleva años
darme cuenta de las posibilidades narrativas de la historia. Ayer estuve
escuchando AC-DC. Y caí en la cuenta de que todo acontecimiento humano tiene un
destino narrativo y está en el escribidor la responsabilidad de hacerlo
entretenido. Eso trato.
No tengo idea si
está vivo, hace un tiempo lo busqué por las redes sin suerte y cada tanto pego
una espiada, pero nada. Es un fantasma y eso tiene mucho sentido porque el Perro
siempre fue un poco hectoplasmático, desde su aspecto hasta su actitud
escurridiza y antisocial.
Hay muchas formas
de amistad, pero la más inexplicable es aquella dónde no se puede esperar
absolutamente nada del otro, ni siquiera una charla en algún momento especial.
Me gustan esos amigos, más que nada porque me obligan a comportarme igual y
entonces cada encuentro tiene algo mágico, irrepetible y espontáneo, cosa
difícil para estos tiempos de tomaydacas. Cada encuentro con el Perro corría
riesgo de ser el último hasta que lo fue aquella noche, veinte años atrás, en
el club República del Oeste. Claro que yo había tomado como el último el
anterior, seis años antes en la costanera, cuando el Perro saltó el tapial del
Lawn Tenis para afanarse pelotas de tenis, que eran una excusa más para desatar
su adrenalina. Yo lo esperé afuera y cuando volvió con tres pelotas en cada
bolsillo, caminamos hasta la orilla y las tiró al agua. Esa tarde me contó que
tenía una novia llamada Mariela y que era un poco drogadicta, un poco dijo, y si
el Perro consideraba a alguien de esa forma se trataba de algo serio. Todos los
“un pocos” del Perro equivalían a un montón de cualquier cristiano cuerdo.
Cuando se declaraba un poco en pedo, el Perro no podía caminar; un poco de
hambre del Perro significaba comerse una cebolla cruda de tres bocados.
Usualmente las
personas como el Perro me intranquilizan, siempre al borde de todas las
emociones explosivas, uno tiene la duda de si te van a pegar un tiro o clavar
un cuchillo por una pavada. Sin embargo nunca me pasó con él, algo me
tranquilizaba y aseguraba que nunca se pasaría de rosca conmigo, y nunca pasó y
lo he visto cagarse a trompadas con amigos por huevadas.
Estar con el
Perro era como escuchar Heavy Metal del bueno, esa intensidad y violencia
musical actúan como una aspiradora de la violencia propia, y eso me trajo al
Perro a la memoria, porque a mis cuarentaylargos vengo a descubrir que el
efecto de la música pesada es el contrario al que creí toda mi vida y, sin ser
fan, un buen AC-DC o Sepultura me relaja más que Jorge Drexler.
No voy a
sobrevaluar a mi amigo, no era gran tipo, era impresentable, violento, ladrón
de pavadas, borracho, tomaba cualquier droga, pero debo valorar que nunca de
los jamases me presionó ante una negativa de acompañarlo en sus vicios y hasta
alguna vez me preguntó si me jodía que se clavara una pasta estando conmigo. Mi
respuesta era la del libre albedrío, pero estaba claro que si se caía lo dejaba
tirado y me iba a la mierda. Incluso, la tarde de las pelotas de tenis, lo dejé
durmiendo contra la pared de un kiosco a las siete y me volví casa sin un
atisbo de culpa.
La noche en el
club, había acompañado a unos amigos a un recital de una banda horrible, allí
me lo encontré al Perro, igual, con ese abrazo franco y esa cerveza en la mano.
Conversamos casi sin escucharnos por el ruido, me contó que trabajaba con el
padre y alquilaba una casita cerca de la cancha de Colón. Seguía con su aspecto
fantasmagórico y seguía emanando esa paz tan violenta. En el amor andaba un
poco mal, Mariela había muerto hacía un par de años y él estaba limpio desde
ese momento, aunque ya estaba un poco podrido de su vida.
Nos despedimos a
las cuatro de la mañana, él más mamado que yo, y fue la última vez. Hasta el
momento.
Másvaleasí.
Cruz J. Saubidet®