Vastides me indicaba el
camino, cruzamos una tranquera y marchamos trescientos metros por un monte
bajo, después un claro y a cincuenta metros, la casa. El terreno circundante
estaba delimitado por un alambrado de varios hilos y tenía un par de vinales
con sus empinas apuntándome a los ojos, en el medio, la vivienda. Estaba
construida con bloques prefabricados que mantenían el color gris original, una
galería rodeaba dos de los cuatro lados, bajo ella había una vieja mesa y una
silla destartalada con asiento de cuero. Un aljibe vigilaba firme a un costado
de lo que sería mi hogar.
La puerta era de chapa al
igual que todos los cerramientos. Entramos. La primera imagen fue un poco
tenebrosa, si bien no estaba oscuro, la falta de revoque de las paredes y el
cielorraso de fibra de vidrio humedecida eran en sí la idea de abandono. Se
ingresaba a un ambiente grande donde se erguía la cocina en una esquina y la
sala comedor en el resto. De allí surgían dos puertas enfrentadas a la de
entrada que daban a los dormitorios y una tercera, frente a la cocina, que
comunicaba con el baño.
Entré al primer dormitorio y
me intimidó un fuerte zumbido, al mirar el techo me encontré con un gran panal
de avispas negras y pequeñas (camoatí), adentro había un baúl con candado y una
cama destartalada.
El otro dormitorio estaba
peor, en lugar de ventana tenía unos cartones y el piso de cemento se había
hundido dando lugar a hierbas de todo tipo.
A esa altura podía imaginarme
lo que sería el baño, pero era peor. Su pequeñísima ventana apenas dejaba pasar
la luz, las paredes nunca habían sido limpiadas y el inodoro y el lavatorio
estaban inutilizables.
En la sala, Vastides me miró
con cierta pena mientras prendía la radio teléfono.
– ¿Está seguro que se va a
quedar acá?, Mire que de noche es fiero.
–Así parece, Vastides, pero no tengo otra alternativa.
–Y los bichos, vamos a tener que fumigar antes de que se instale.
–Traje unas pastillas de Gamexane, ahora las ponemos.
–Como usted diga.
Vastides
saludó y la voz del jefe sonó del otro lado, le indicó lo que quería que me mostrara,
habló conmigo un par de frases y cortó.
Con la ayuda del capataz
cerramos todos los huecos y prendimos las pastillas. En pocos minutos la casa
estaba llena de humo, incluso salía por debajo del techo debido al deterioro
del cielorraso.
Mientras conversábamos me
dediqué a sacar un poco de mugre de la galería con la escoba.
–Usted no va aguantar acá,
se va a querer ir mañana, ¡va a ver!
No
lo decía con maldad, Vastides ni siquiera estaba molesto con mi llegada, no le
importaba que yo estuviera o no, quizás sintiera un poco de lástima de mí
futuro en esa casa. No fue simpático ni antipático, solamente hizo lo que el
jefe le dijo que hiciera.
–Yo creo que sí, aunque
veremos que pasa.
–Es bravo acá, la calor, los bichos, andar solo y aburrido.
–Vamos a ver que pasa.
–No va a poder dormir esta noche en la casa, vamo pa la mía y le
armamos un catre pa esta noche, mañana ventilamos bien.
–Como diga, don, vamo nomás.
La
tardecita cedía el paso y un pequeñísimo frescor se hacía sentir, caminamos el
trecho hasta la casa sin hablar, no hacía falta. Yo miraba para bajo pendiente
de las víboras que abundaban en la zona, mi experiencia me había enseñado que
las yararás salían de tardecita, relajadas de los baños de sol que se daban
durante el día. La yarará no es muy grande, no he visto de más de un metro
veinte, pero es peligrosa. Este ofidio se mimetiza con la tierra y se asemeja a
un palo tirado en el camino, por eso hay que estar atento. Pero el peligro real
no es grande cuando está estirada, para atacar se enrolla y pega el salto cual
resorte mientras sus colmillos buscan dar con la presa. El cálculo hay que
hacerlo rápido, en el momento de verla enrollada es inminente calcular su largo
y colocarse lo mas lejos posible. Toda mi vida conviví con esos bichos y me
mantuve a salvo de sus mordeduras o picaduras como le dice la gente. De chico
las mataba apenas las veía, de más grande las suponía un eslabón de la cadena
alimenticia y las eliminaba sólo si las encontraba cerca de la casa.
Pero
jamás en mi vida había visto tantas como en el trecho que separaba mi casa de
la de Vastides. No representaban un peligro en sí, se dejaban ver y se escondían
al sentir los pasos.
Gracias
a Dios, la naturaleza ha hecho insociables a estas serpientes y sólo atacan
cuando consideran que no tienen la posibilidad de huir. Pero cuidado, no es
necesaria la intención de atacarla para que ella se sienta en peligro, basta
pasar lo bastante cerca para hacerla conjeturar que escaparse no es lo mejor.
Vastides
caminaba tranquilo y sin mirar el terreno, yo no despegaba los ojos del piso a
pesar de tener puestas las botas de goma gruesa, que según aseguran, no pueden
ser traspasadas por los colmillos de la yarará.
De
más está decir que en ese clima ese calzado es una tortura, los pies orillan el
punto de ebullición y la media se empapa a los pocos minutos. Y el olor que
desprenden al quitarlas es terrible, penetrante. Las pobres medias empapadas,
una vez que se secan se solidifican y es imprescindible abollarlas de mil
maneras si lo que se quiere es volver a usarlas.
Así llegamos a casa de
Vastides y la familia en pleno compartía un silencio amenizado por unos
chamamés que escupía el grabador.
Me arrimé y senté en un banco
esperando me llegara rápido el tereré y no pronuncié palabra hasta que llegó mi
turno.
Cruz J. Saubidet®