agosto 03, 2020

Los peligros del ratón Mickey

El Mono vive bien, no mejor que antes, pero no le falta nada. Antes tenía mucho, y repartía, hasta el viaje a Disney. Volvió raro de Orlando, y eso que yo le dije que Disney era una bosta, que está bueno pero que bien pensado es todo lo que está mal. La felicidad no es por ahí, claro que muchísimos piensan lo contrario y gastan sus dólares haciendo colas interminables para convencerse de estar viviendo en un mundo de fantasía vacío de significado. Y que yo soy un amargo y miserable, y que qué se le va a hacer, y que andá a la mierda y que qué la pases lindo.
El tema es que Orlando lo cambió al Mono, aunque capaz que no fue el viaje sino darse cuenta de que él no pertenecía. Algunos viajan al Tibet para darse cuenta, otros hacen retiros de silencio, otros se clavan ayahuasca en el Amazonas y otros viajan a Disney. Porque la introspección depende de cómo te pega la falta de cotidianeidad, y si hilamos fino, qué más lejos de la realidad que un mundo de fantasía de cuentos robados creado por grandes empresarios deseosos de secar tus bolsillos a cambio de poca cosa.
Hay diferentes maneras de encontrar el valor de las cosas, una es tropezarse con la simpleza del universo en soledad y también todo lo contrario. El Mono se topó con el Mono real en Magic Kingdom, hacía calor y el cartelito de la fila auguraba 38 minutos de espera. Y allí su vida pasó por su cabeza, la primaria pública y agradable, las vacaciones en carpa con la familia, la secundaria privada y estricta, la colimba de tres meses solo en los papeles ya que nunca tuvo la oportunidad de ponerse el uniforme, la universidad gratuita y desordenada, su primer trabajo, su primer despido, su primera relación seria, su primer susto grande, su viaje a Europa a los veinte conmigo y Junquito, su primer acto de dudosa moral, su segundo, el último, la muerte de su hermano, su primer hijo, sus mujeres, sus secretos. Y llegó su turno y no quiso subir, y salió caminando en busca de un lugar solitario donde seguir pensando, porque lo que le llamaba la atención era que por su cabeza no pasaban las cosas por las que supuestamente había luchado. No figuraban su primera casa, su primer Renault Fuego, su segunda casa, su club de golf, su cabaña en Cariló, sus veranos en Punta del Este, sus fiestas ostentosas.
Después de media hora encontró una sombra más o menos solitaria. Se sentó sobre el pasto y cerró los ojos. Se sintió enojado al descubrir que sus sonrisas no provenían de cosas por las que había pagado pero como aliciente supuso que se debía a que ya las tenía y por ende ya no las necesitaba. Sí necesitaba a su hermano, a sus amigos, un fin de semana de pesca, un amor desbordante. Ahí me mandó a la mierda por whatsapp y yo supuse que con el insulto me daba la razón.
Volvió raro de Orlando, vendió la casa de Cariló y compró tres departamentos en el centro. Sigue laburando, pero mucho menos, cada tanto agarramos la lancha y nos rajamos a pescar, a veces con nuestros hijos.
Conversamos menos que antes, no me molesta, ahora cada vez que discutimos por algo profundo y filosófico suelta la frase: Disney, una mierda.
Cruz J. Saubidet®

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