septiembre 22, 2005

LA DESAPARICION DE LA HOJA EN BLANCO


Una hoja en blanco ya no es tal cosa, la tecnología la ha reemplazado por una mancha blanca en la pantalla rodeada de una cantidad de íconos (así se le dice a los dibujitos que al apretarlos cumplen una u otra función) que de saber utilizarlos con corrección, son capaces de embellecer la imagen del texto y corregir errores imperdonables en la ortografía y la gramática del autor.
En realidad no existe, la pura verdad es que se trata solo de una ilusión lumínica que nos hace creer que estamos trabajando con elementos palpables, pero estos son modificables en su totalidad. Pueden teñirse de todos los matices cromáticos posibles, las mayúsculas serán minúsculas con presionar el lugar correcto, la forma de la letra será definida por el usuario y, lo más grave de todo es que no quedarán registros de los errores cometidos. Me dirán que es posible imprimir el borrador y corregirlo a mano. Claro que es posible, pero ¿vale la pena? Con lo costoso de la tinta, un hombre de mi austeridad piensa dos veces antes de derrochar.
Los problemas de corrección que presenta el uso de ordenadores se basan en la confianza que pone el escritor en los subrayados verdes o rojos que surgen bajo las palabras o frases ante los errores ortográficos o sintácticos. ¿Y si quisiera escribir un texto con errores de forma deliberada? Podría hacerlo, pero mi psiquis debería luchar contra las mencionadas rayas de color bajo las palabras y por otro lado, la picara máquina en contadas ocasiones corrige palabras de manera automática y ese pequeño desliz arruinaría mi texto erróneo con una palabra correcta.
Días atrás, en un relato, el protagonista debía sortear un guardaganados, pero el programa me discutía que por tratarse de “un” debía colocar guardaganado, sin pluralizar el sustantivo. Lo cierto es que en ese momento dudé sobre quien tenía razón y me llevó tiempo decidirme. Pensaba que si bien se trataba de un elemento (guardaganado) si éste solo se erguía para detener un ganado de los muchos que andaban por ahí, de poco valdría. Me convencí de mis razones y con la ayuda del ratón la obligué a omitir la corrección. Pero no cedía, en cuanto retomaba el texto por unos minutos la línea verde bajo “un guardaganados” reaparecía poniéndome nervioso y obligándome a retomar la deliberación semántica. Ya era una guerra declarada, la máquina no entraba en razones y mi terquedad y mis dudas se incrementaban cada vez que la línea verde reaparecía.
¿A que me refiero cuando escribo ganado? ¿Decir ganado es lo mismo que decir rodeo?, cuando se enuncia ganado es imprescindible posponer el tipo al que nos referimos (ganado bovino, lanar, equino, etc.) y en consecuencia el singular denotaba un conjunto. Por ello me creí derrotado, pero luego medité sobre dicha construcción y concluí que estaba pensada para retener todo tipo de ganado, o sea “ganados”. Así las cosas, a pesar de mi inducción, no existía forma de hacerle entender a la computadora de mis razones y ella proseguía colocando la raya verde debajo de la frase.
Mi deseo era dejar la frase como yo la creía correcta, pero la raya verde me afectó de tal manera que finalicé cediendo a los ímpetus tecnológicos y mi protagonista sorteó una gran tranquera de madera.
Por eso es peligroso, si hubiera redactado a mano o a máquina el texto, su pureza habría sido real, pero el programa me impidió utilizar el “guardaganados” por lo que me vi obligado a cambiar una parte de la historia.
Tampoco es cuestión de despotricar contra la tecnología, en verdad ayuda y mucho. Si bien en esa oportunidad me hizo perder mucho tiempo, son más las veces que lo ahorra corrigiendo un error gramatical o brindando un sinónimo no encontrado en los confines del cerebro.
La tecnología de los procesadores de texto es maravillosa, pero hay que andar con pie de plomo, no vaya a pasarle lo que a mí. Lo más probable es que al desaparecer la hoja en blanco se haya perdido un poco la pureza de los escritos pero sin duda se ha ganado en tiempo y correcciones.
Cruz Saubidet

septiembre 15, 2005

ALLA EN EL NORTE DEL SUR


La sensación real de apunamiento la comenzó a sentir en Potosí, ciudad boliviana a cuatro mil doscientos metros de altura y de un color gris que invitaba a la depresión. Joaquín no tenía tiempo para deprimirse, estaba allí por su propia voluntad y con todos los gastos pagos. Pero no se sentía bien, la liviandad de sus pasos y el estómago revuelto lo obligaron a beberse una buena cantidad de mates de coca y tomar el cuarto de un hotel por las seis horas que restaban a la partida del ómnibus hacia Cochabamba.
Los días subsiguientes viajó a Cochabamba, a Oruro, a la Paz, de la Paz al Yungas y vuelta a La Paz, cruzó la cordillera a bordo de un avión Hércules que hacía de frigorífico y visitó campos increíbles.
Ya estaba cumplida la función de su viaje, le habían pagado para que recorriera Bolivia en busca de campos donde establecer un criadero de búfalos y había conocido muchos lugares interesantes, sacado fotos y concretado valores. Por conversaciones con productores se enteró de una exposición ganadera en Trinidad, en El Beni, al Noreste del país. Si bien no estaba en sus planes, le pareció un desperdicio estar tan cerca y no asistir. Averiguó las rutas posibles y todas representaban entre uno y dos días de viaje inseguro a través de zonas medianamente peligrosas, la única ruta segura implicaba ir a Santa Cruz de la Sierra y desde allí subir por la vía del este, pero serían tres días agotadores. Finalmente optó por tomar un avión desde La Paz a Trinidad, de esa manera el periplo sería de 50 minutos. En la Paz llovía y el frío hacía doler los huesos, una hora después estaba en medio de la selva tropical con 35 grados centígrados y un verde envolvente y húmedo que cubría todo. Bajó del avión en la pista desierta. Un señor de aspecto humilde le ofreció un taxi, aceptó concretando un valor bajo, pero el taxi en cuestión era una Honda de 100cm3 en la que se colocó tras el chofer. En quince minutos pararon en la puerta de un hotel donde Joaquín tomo la mejor habitación. El dormitorio estaba bien, no tenía TV, pero sí baño privado. La puerta daba a una galería que rodeaba un precioso jardín con un aljibe en el medio. La encargada del hotel le sugirió lugares para comer y Joaquín marchó a paso lento por las calles de la ciudad hasta desembocar en la plaza principal. Trinidad era una ciudad maravillosa, daba la sensación de estar en el siglo XIX, no solo por sus veredas techadas sino también por su gente silenciosa y con revólveres en la cintura. Luego del almuerzo tomó el mapa del lugar y buscó el sitio de la exposición. Quedaba retirado, a mas de cinco kilómetros. El mozo le sugirió que alquile una moto y así lo hizo. Montado en la Kawasaki GTO de 80cm3, se sentía feliz, recorrió la ciudad y finalmente se dirigió a la exposición. De tan humilde hasta parecía simpática. Unos pocos animales encerrados y feos, cuatro personas dando vueltas. Eso era todo, se preguntó: ¿cómo alguien tenía el coraje de hacer un panfleto promocionándola como “exposición ganadera de Beni”?. Solo una nota de color, el toro de tres cuernos, un espécimen cebú bastante feo, pero con un gran cuerno que surgía cual rinoceronte sobre su nariz.
En media hora recorrió lo poco que había y conversó con los cabañeros, fueron estos los que lo invitaron a la fiesta de la noche.
Volvió al hotel, durmió una corta siesta, se duchó y partió hacia la fiesta.
El predio estaba en penumbras, pero en una construcción cercana se escuchaba música. Hacia allí se dirigió. La fiesta no era gran cosa, un montón de mesas desparramadas en el terreno, unos tablones con caballetes formaban el bar y en la pista de baile un par de parejas se movían sin demasiado entusiasmo. Como era su costumbre, Joaquín se sentó a observar a la gente mientras se tomaba unas cervezas. El lugar se fue llenando, luego de una hora no quedaban mesas libres y la pista estaba abarrotada. Miró una rubiecita bastante linda y la sacó a bailar, fue lo único que pudo hacer, porque durante la canción no logró sacarle palabra, sin mediar despedidas volvió a la mesa, ahora ocupada por un par de señores. Amagó seguir de largo pero lo retuvieron los invasores invitándolo a sentarse con ellos. Se presentaron. José era del pueblo, le explicó a que se dedicaba pero Joaquín sacó la conclusión de que era medio atorrante; el otro era francés, Michel decía llamarse y andaba viajando solo por Latinoamérica. Había contratado a José de guía y este lo paseaba por la zona en su moto. El francés no hablaba bien español, pero se hacía entender, en realidad, luego de tres horas de cervezas a ninguno de los tres se le entendía demasiado lo que hablaba. La cabeza de Joaquín daba vueltas pero solo quería seguir tomando cerveza y hablando pavadas con sus amigos, estos actuaban de igual manera, por lo que de esa mesa solo salían risas y eructos potentes. A las cuatro de la mañana se apagó la música, pero los muchachos siguieron bebiendo durante media hora más, hasta que el bar cerró. Abrazados los tres y tambaleándose llegaron a las motos, el francés subió a la de José y Joaquín a la suya. No recordaba como volver por lo que debió seguir la otra moto. Al principio iban despacio, pero en cuanto el viento les despejó un poco la cabeza comenzaron a acelerar más de lo debido. Milagroso fue que llegaran sanos y salvos. En la puerta del hotel concretaron verse al día siguiente para ir de pesca. Joaquín durmió hasta la tardecita. Supuso que se había perdido la pesca pero no le importó demasiado, salió a comer al restaurante del día anterior y pasó el resto de la noche mirando TV sentado en una silla en el patio interno del hotel con la belleza del lugar y de la noche. Había un pasajero en el hotel que solo salía de a ratos y regresaba cargado de cigarrillos de rara procedencia, esa noche al regresar se sentó junto a Joaquín, no se dirigieron la palabra, solo compartieron un cigarrillo y luego se fueron a dormir.
Al día siguiente dio por finalizada su estadía en Trinidad, devolvió la moto y tomó un ómnibus hacia Santa Cruz, pero eso es otra historia.
CJS

septiembre 08, 2005

UN DOLORCITO DE MUELAS


El dentista estaba parado junto al paciente, este, con la boca abierta sostenida con una armazón de hierro lo miraba descorazonado desde la inferioridad en que la situación lo había colocado.
El dolor de muelas databa de tres meses pero se le había tornado incontrolable quince días atrás.
Se trataba de la anteúltima de abajo del sector derecho de la quijada, aunque cualquiera que lo hubiese visto los últimos tiempos se habría enterado sin palabras de por medio. La hinchazón se extendía desde la quijada hasta el comienzo de la oreja y asemejaba una pequeña anguila insertada por error dentro de la sufrida piel roja y peluda, puesto que el hombre dejó de afeitarse dos semanas atrás, cualquier contacto con la fiel infectada le generaba una especie de profundos y dolorosos pinchazos que se propagaban hacia el cuello y la nuca y le anulaban cualquier posibilidad de voluntad.
Noventa días atrás, mientras se lavaba los dientes, notó una pequeña molestia que supuso una herida en la encía. Esa contrariedad lo indujo a pasar de forma reiterativa su lengua sobre la supuesta lesión. Mas la herida no era tal, y fue durante el tercer día de fricciones linguales cuando notó que esa parte de la encía había quintuplicado su tamaño y comenzaba a dolerle. Tomó un mondadientes filoso entre los dedos y palpó la muela. Evaluó que el palillo ingresaba por una cavidad y, al llegar al fondo del hueco, le hizo lanzar un aullido de dolor. La zona le latía, y más aún cuando presionaba la hinchazón. Y tanto presionó que sintió una explosión en la boca, como si se vaciara un globo de agua. Hizo unos buches y escupió sangre y pus, pero la felicidad de no sentir ya el dolor ni los latidos le evitaron cualquier impresión sobre el asunto. Por las dudas se tomó dos aspirinas. La noche fue calma.
El siguiente día fue normal aunque no podía evitar pasar la lengua por la encía en incluso tocarla con sus dedos. La hinchazón fue creciendo nuevamente, a la noche ya estaba como el día anterior. Pero no fue lo mismo, en esta ocasión no fue posible explotarla puesto que le faltaba un poco de presión, quizás porque se había extendido hacia el otro lado de la boca. Viéndolo de manera práctica resultaba bastante cómodo, al estar la muela hinchada hacia ambos lados la operación consistía en presionar con el pulgar y el índice para provocar el estallido. No lo logró, con la operatoria solo consiguió más latidos y dolor. Ingirió dos aspirinas y se acostó, a la media hora el dolor lo mantenía sentado. Cuando dieron las dos de la mañana decidió buscar una farmacia que le vendiera algo bien fuerte. El despachante de turno le entregó un calmante enérgico y le recomendó que tome antibióticos para bajar la infección. Así lo hizo, aunque debió pasar más de una hora para que el primero hiciera efecto.
La noche del dolor agudo juró ir al dentista al día siguiente, pero como los remedios lo calmaron bastante dejó pasar una semana, y luego otra. La molestia persistía, pero la dominaba con calmantes varios, en especial pastillas para dolores menstruales. De vez en cuando la encía volvía a hincharse y él volvía a reventarla y volvía a tomar antibióticos que bajaban la infección.
Algo en su interior le impedía ver al especialista, tal vez suponía una pérdida irreparable a pesar que la muela en cuestión ya había perdido una parte dentro de un pedazo de carne y ahora no solo dolía sino que le pinchaba la lengua que no podía dejar de pasar por sus aristas.
Pasaron muchos días hasta las lágrimas. Fue una tardecita en el sillón de su casa. Tomaba una cerveza helada. Se llevó una rodaja de salamín a la boca y en el primer bocado sintió que algo reventaba. La punzada fue tan violenta que se le taparon los oídos, le latía el cuello, la mandíbula, la nuca y parte de la cabeza. A pesar de los esfuerzos y movimientos de cuello no se detenía, busco hielo y se lo puso sobre la cara, tomó dos calmantes de acción rápida, un antibiótico de 750mg. Nada, el dolor se mantenía impertérrito y nada lo combatía, entonces comparecieron las lagrimas cuan trueno después del rayo, brotaban sin parar y, como si fuera un milagro, fueron ellas las que bajaron el poder del sufrimiento.
Esa noche casi no durmió, la posición horizontal incrementaba el dolor y la vertical lo mantenía despierto. Durante el día estaba bien, pero a pesar de los remedios no conciliaba un sueño profundo. El dolor se tornó crónico e insoportable, así y todo no se decidía a cortar por los sano.
Ocurrió una mañana mientras se lavaba los dientes, durante el buche sintió un mareo y un sudor frío en la frente, debió agacharse junto al inodoro y lo arremetieron una serie de arcadas. Luego tomó un te, preocupado por el malestar. A media mañana llamó al médico y le comentó el asusto. El galeno le prohibió seguir tomando calmantes pues el hígado se había resentido y podría dañarse con tanto químico.
Esa misma tarde se presentó en el consultorio del odontólogo dispuesto a perder una parte suya. Se sentó en la silla y disfrutó de los pinchazos de la anestesia. La armazón en la boca le impedía cualquier manifestación, no importaba, mientras el sacamuelas escarbaba con fierritos lustrosos no paraba de contar historias, asegurándose un receptor sin escapatoria.