octubre 07, 2005

Su padre le puso Marco Cap.3


Abrió los ojos. Era noche cerrada, estaba confundido. Segundos después cayó en la cuenta de donde estaba. El catre no era incómodo, pero los mosquitos estaban bravos y lo hicieron levantar. Caminó por el ambiente, era grande. No se veía a nadie a las vueltas, salió por la única puerta y el aire de la noche terminó de despabilarlo. No hacía frió, el otoño venía suave. Avanzó un trecho hasta que se encontró con un marinero
-Buenas don.
-Buenas, ¿usted es el que juntamos del rió?
-Supongo que si, ¿dónde andan los otros dos que juntaron?
-Noooo, solo a usted lo subimos, pensamos que era el único que iba en el bote. Igual el capitán llamó a prefectura y vimos la lancha que venía hasta los pedazos del bote.
-¿No vieron a nadie más en el agua?
-No, don, solo a usted lo vimos.
-¿Y el capitán?
-Va a tener que esperar un par de horitas, a las seis recién sale a cubierta, debe estar durmiendo. Venga don, vamos a tomar unos mates, ¿cómo es su nombre?
-Rodrigo
-Joaquín, mucho gusto.
-Lo mismo digo.
Joaquín preparó los mates y se sentaron en la borda. El barco era grande, hacía la ruta Buenos Aires-Asunción llevando pasajeros, una especie de crucero autóctono. La próxima parada era Formosa, alrededor de las cinco de la tarde y al día siguiente llegaban a Asunción donde paraban tres días para luego regresar. Doscientos treinta pasajeros llevaban.
Joaquín era Uruguayo, de Montevideo y trabajaba en el barco desde hacía cinco años, era ingeniero de máquinas, el trabajo era tranquilo y mucho más ahora que los motores eran nuevos.
Charlaron hasta que empezó a aclarar, de a ratos Joaquín bajaba a la sala de máquinas aduciendo un ruido extraño, pero siempre volvía satisfecho por la falsa alarma.
A las seis en punto apareció el capitán en el puesto de control, lo vieron a través del vidrio y esperaron que se desocupe.
A la media hora bajó, era un hombre de más de cuarenta, con barba canosa y corta, poco pelo y de un buen estado atlético.
-Buenos días. Saludo amable pero firme.
-Buenos días capitán dijo Joaquín a la vez que se retiraba.
-Buenos días, mi nombre es Rodrigo, le agradezco por juntarme del agua.
-No hay de qué, fue una lástima lo del bote pero imagínese que un barco de este tamaño no puede andar esquivando botecitos.
-Lo entiendo capitán, lo que me gustaría saber es que pasó con mis dos compañeros.
-¿cómo sus dos compañeros? Solo usted estaba en el agua, nadie vio a nadie más.
La cara del capitán mutó hacia la preocupación, se acariciaba la barba.
-¡Acompáñeme!
Lo siguió, subieron a la sala de mando y le pidió a un muchacho que lo comunique con Prefectura en Corrientes. Habló con el suboficial Peña, que Rodrigo conocía bastante, y le preguntó de la suerte de los náufragos.
La respuesta tardó en llegar, a los cinco minutos comunicó Peña al capitán que habían recogido dos cadáveres cerca del lugar del siniestro y que necesitaban su declaración a su regreso por Corrientes. Preguntó por Rodrigo, el capital le pasó el micrófono.
-¿Cómo estás Rodrigo?
-Bien Peña, parece que me salvé de carambola, que macana lo de los muchachos, cambio.
-Si, estamos todos muy tristes, a la vuelta vas a tener que declarar vos también. Cambio.
-Esta bien Peña, nos vemos a la vuelta, mandale un saludo a los deudos. Cambio.
-Le mando, cuidate. Cambio.
-Hasta pronto. Cambio.
Rodrigo salió de la cabina con los ojos llenos de lágrimas, si bien no eran sus grandes amigos, quería mucho a los dos que habían muerto. No se sentía culpable, pero sí muy solo.
Desde que se había escapado de Carmelo no había tenido tiempo de sentir la soledad, su actitud amiguera, su despreocupación permanente y sus noches de fiesta y trabajo no dejaban lugar a sentimientos de ese tipo. En ese barco, cayó en la cuenta en que no contaba con lazos demasiado fuertes a los que amarrarse. Su hijo todavía era chico y la italianita lo había reemplazado hacía bastante. De sus tías uruguayas poco sabía, al principio se escribieron cartas, pero se fueron espaciando y ya hacía mas de un año que no se comunicaban. Eran ellas el único lazo sanguíneo que le quedaba. Las recordaba siempre alegres, siempre juntas, siempre de fiesta. Eran primas entre sí, y a la vez primas de su padre. Alguna vez le contaron que entre ellas había una unión especial desde hacía mucho tiempo. Se habían comprometido a no separarse nunca y lo cumplían efectivamente. Por supuesto eran solteras, bastante atractivas y tirando a flacas. Comían lo mismo, leían lo mismo y, de la misma forma en que habían matado al padre, se seguían comportando con los hombres que se cruzaban en su camino.
Se portaron siempre bien con él, no le daban demasiada bolilla pero estaban atentas a sus necesidades. El tampoco pretendía más, con casa y comida asegurada, podía dedicarse tranquilo y sin presiones a la música y al juego.
Se levantó un viento que lo trajo nuevamente a la realidad, estaba en un barco que había matado a dos amigos. Avanzaba lento por el Río Paraguay en dirección norte, en algunas horas atracaría en Formosa.
-Lo voy a tener que dejar en Formosa, supongo que no anda con documentos encima.
-No capitán, solo tengo lo puesto.
-Está bien, no se preocupe que lo voy a dejar en un hotelito de un amigo, cama y comida le va alcanzar por cuatro días, de paso conoce la ciudad.
-No hay problema, nunca esta de más conocer un poco.
A las siete de la tarde terminaron de amarrar en el puerto de Formosa, había muy poco movimiento de gente, parecía un puerto humilde.
Algunos pasajeros bajaron, otros quedaron a bordo tomando whisky en el bar o jugando al billar. Se le acercó el capital y lo invitó a un asado.
Antes de la cena, lo presentó en el hotel y Rodrigo se instaló, en realidad no tenía equipaje, por lo que se dio una ducha y marchó hacia el asado.
La tripulación en pleno estaba allí, Joaquín hacía de asador y Rodrigo se le acercó para hacerle compañía y de paso picotear lo mejor de la parrilla.
Uno de los marineros sacó una guitarra y se puso a cantar, Rodrigo lo escucho paciente y en cuanto lo vio cansado le pidió el instrumento. Primero lo templó como le gustaba, empezó con un punteado y luego largó con las milongas. La tripulación guardó absoluto silencio e incluso casi se quema el asado, fue Rodrigo el que hizo señas a Joaquín para que volviera a prestarle atención a la parrilla.
-Había sido buen músico Rodrigo. Aduló el capital.
-Vivo de eso capitán, hace diez años que la guitarra y la garganta me dan de comer.
-¿Se anima a hacer algo en el comedor del barco?
-Cuando guste.
-A la vuelta hablamos del tema,¡ tóquese otra amigo!
Y siguió Rodrigo tocando y comieron y a medianoche volvieron todos al barco. El capitán le entregó unos pesos antes de despedirse.
Llegó a paso lento al hotel, entró a la habitación y se recostó. No tenía sueño a pesar del cansancio que sentía, estaba triste. Encontró una Biblia en la mesita de luz y, a falta de lectura más entretenida, comenzó a pasar las hojas. Cuando estaba terminando el Génesis los ojos se le empezaron a cerrar. Se quedó dormido.

Su padre le puso Marco Cap. 2


La chata que lo trasladó iba cargada de sandías, melones y zapallos. Llegó a Reconquista, provincia de Santa Fe, y en retribución por el viaje ayudó en la descarga y posterior carga en camiones de la mercancía.
No le gustó la ciudad, la gente le resultaba demasiado campesina y no entendía a esas personas. Anduvo como bola sin manija una semana hasta que consiguió un camión que lo trasladó a Resistencia, provincia del Chaco. La ruta era de tierra, insalubre para alguien acostumbrado al agua, tardaron casi un día en llegar. Había llovido y debieron estacionarse a esperar que se seque el camino. Los pueblitos que cruzaban no brindaban más que comida y vino. Decidió que no volvería por esa senda.
Resistencia era rara, ciudad chata que no tenía una industria que la caracterice. No le gustó, por lo que rápidamente se instaló en Corrientes, Paraná de por medio y un mundo totalmente distinto.
A sus veintitrés años era un buen compositor de milongas y rascaba la guitarra con ternura, no tocaba, simplemente acariciaba las cuerdas generando una atmósfera apacible para los oyentes.
Mucho había escuchado de los correntinos. Hombres de cuchillo en la cintura, bravos y atléticos y sus mujeres rellenitas y gritonas. Era verdad, lo que no le habían contado era que además eran buena gente.
Se instaló en las cercanías del puerto y encontró trabajo en los bares de la zona. Corrientes lo llenó de amigos y mujeres. Realmente lo pasaba bien, alquilaba una casita con jardín cerca del puerto y solo trabajaba por las noches. Durante los días se dedicaba a pasear y galantear mujeres casadas, sabiendo que de ser descubierto le abrirían el estómago de un cuchillazo. Necesitaba un poco de peligro en su vida, la tranquilidad lo ahogaba, además, esa carne prohibida y sabrosa que le ofrecían las correntinas ávidas también de emociones, le alegraba tanto el cuerpo como el corazón. Más de una vez se vio obligado a saltar por la ventana desnudo y esconderse bajo ligustros hasta que el peligro pasara. Eso le gustaba, era un espíritu libre que tomaba lo que le daban.
Luego de dos años era un correntino puro y hablaba un poco el guaraní. Ya no le quedaban rastros del portugués en la tonada, pero, de juntarse con brasileros, lo parlamentaba a la perfección.
De su hijo rosarino fue sabiendo por cartas que recibía de la italianita, estaba bien, seguía creciendo. La correspondencia con su amada se hizo constante y natural, claro que no existía entre ellos la pasión inaugural del amor, pero se iban asentando a través de las epístolas, sentimientos nuevos y gratificantes. Se transformaron en un matrimonio por correspondencia, era una cómoda situación. Ambos tenían sus pulsiones saciadas por terceros, pero compartían la crianza del hijo. Ella con su paciencia, él mandando dinero para los gastos del párvulo.
Quiso un día conocerlo, el chico ya tenía dos años. Mandó los pasajes en barco. Su amada no llegó, con el niño venía su abuela.
La semana que estuvieron en Corrientes fue muy feliz, disfrutó a su hijo, se ocupó de todo lo que necesitara y malcrió a su suegra con vestidos y zapatos.
El niño no le prestaba demasiada atención, pero una sonrisita o unas palabras emitidas por él, le bastaban para sentirse un buen padre. Definitivamente no lo era, pero dadas las circunstancias, había asumido el rol que la situación le permitía. Le gustaba sentirse padre. La noche antes de la despedida, presentó su vástago a sus amigos de la noche, muchos de ellos ni siquiera conocían su existencia, pero el hecho le valió brindis de todo tipo e incluso propuestas de las trabajadoras de la noche que ofrecían su cuerpo en función de “uno igualito”. La verdad es que era un lindo niño, los ojos claros como los de la madre, de un celeste tirando a verdoso, el pelo castaño y lacio, piel clara y no era gordo como la mayoría de los niños de dos años. Rodrigo recordaba que tampoco él lo había sido.
Despidió a su suegra y su hijo un domingo al mediodía, volvieron con muchos regalos y cartas, incluso le dio una guitarra al niño suponiendo que quisiera seguir el camino de su padre.
Esa noche tocó mejor que nunca y remató sus alegrías con unos revolcones eróticos con Paula, una chica de dieciséis años que hacía poco trabajaba de puta y le quedaban aún resabios de romanticismo y a la que le tuvo que exigir le cobrara pues, según ella, con él era por placer.
Al día siguiente acompañó a pescar a un par de amigos y se internaron Paraná arriba en busca de dorados gordos o algún cachorro de surubí de medida. Pasado el mediodía acamparon en la orilla y prepararon unos bagres a la parrilla.
Volvían a la tardecita los tres bastante envinados, habían pescado poco, no importaba.
Medio dormidos se dejaron llevar por la corriente, en la orilla se asomaban carpinchos y yacarés agradecidos de no ser disparados.
De pronto, un fuerte bocinazo los sobresaltó, poco podían hacer ya, el casco de un barco era todo lo que veían. Rodrigo pegó un grito, saltó al agua y nadó a toda la velocidad que el cuerpo borracho le permitía. Las piernas se le habían acalambrado y flotaba mientras el barco pasaba a su lado, sintió el ruido del bote bajo el casco, le tiraron un salvavidas. Subió al barco por una escalerita y en cuanto pisó firme se derrumbó.

Su padre le puso Marco Cap. 1


Marco le pusieron. No crean los buscadores de sentidos ocultos que se trató de una inspiración de sus padres, simplemente, días antes de su alumbramiento, un tornado arrasó las aberturas de la casa.
El día que nació, su papá había conseguido a muy bajo costo unos marcos de madera lustrada y fue tal la emoción que decidieron llamarlo Marco, convencidos que el niño traería buenaventura a la familia. Ilusos ellos.
Familia nómade desde su conformación. El padre de Marco, Rodrigo, era de origen brasilero, había nacido en Santa Catarina, en las afueras de Florianópolis. De pequeño se trasladó con su padre a Sao Paulo luego de que su madre optara por acurrucarse en brazos más protectores y billeteras más abultadas. Del destino de la abuela paterna de Marco poco se sabe, hubo un par de cartas con promesas de reencuentros, pero quedaron en la nada y los años se ocuparon del resto. En cambio el abuelo cumplió la función de padre hasta los catorce años de su hijo, momento en que se le ocurrió morirse de un infarto en un apasionado encuentro sexual con dos primas uruguayas que bien podrían haber evitado la tragedia de no haber exigido tanto. El orgullo de macho brasileño del abuelo fue sobrepasado por las exigencias seudo ninfomaníacas de las primas y en la tercera embestida, luego de dos mas que dignas actuaciones, quedó seco.
Dichas primas, tal vez por sentirse culpables del deceso, se ocuparon del muchacho y se lo llevaron a un pueblo llamado Carmelo, en Uruguay. En poco tiempo Rodrigo aprendió el idioma español a la perfección y con eso vinieron costumbres poco morales que incorporó de los trabajadores del puerto de la ciudad. A demás de guitarrero, se convirtió en un gran jugador de truco y siete y medio, lo llamaron tramposo alguna vez, yo prefiero creer que su suerte le llenó los bolsillos.
Esa misma suerte fue la que lo hizo huir una noche serena, sin ser visto. Recaló en el delta gigantesco que forman la desembocadura del río Paraná y el Uruguay en el Río de la Plata. Estaba en Argentina.
Desistió de instalarse en Buenos Aires, por lo que emprendió un viaje Paraná arriba en una chata cargada de materiales de construcción. El viaje se le volvió tedioso, por lo que agradeció a todos y descendió en las costas de Victoria, provincia de Entre Ríos. Tenía diecisiete años.
Quiso allí probar cosas nuevas y se buscó un trabajo. A los pocos días se encontró llenando bolsas de semillas en una cerealera, pagaban poco pero le daban una pieza y dos comidas diarias. Cuando cumplió dieciocho, armó una fiesta con sus nuevos amigos, se divirtió tanto que faltó a trabajar al siguiente día y por las dudas se tomó para sí el sábado pues había concretado un encuentro con una muchacha.
De más está decir que el lunes era un desocupado más de la lista, pero no le preocupaba demasiado. Tenía buen dinero en el bolsillo y ansias de seguir subiendo hacia el norte.
Cruzó en balsa hasta la ciudad de Rosario y en el puerto volvió a sentirse en casa. Con su guitarra tenía asegurada la comida y la bebida en los bares y gracias a su habilidad con las cartas sus vicios quedaban cubiertos. No eran tantos sus vicios; cigarrillos, prostitutas y revistas. Era un gran lector, a pesar de haber hecho la escuela a los ponchazos, manejaba bien el idioma e incluso escribía cartas muy bonitas, capacidad que supo aprovechar y vendió su arte a sus amigos del puerto, siempre enamorados de putas que nada hacían sin recibir el pago correspondiente.
Tanto le gustó el puerto de Rosario que lo retuvo cinco años. Con su oficio de guitarrero y su habilidad con los naipes logró una vida tranquila rodeado de buenos amigos y cariñosas mujeres. Logró cierta fama, incluso fue contratado por bares del centro y llegó a tocar y cantar en una radio. Pero el padre de Marco no buscaba el éxito, solo quería estar contento.
Durante el quinto año rosarino, se enamoró perdidamente. La chica en cuestión era la hija del dueño de un bar donde solía tocar. El padre, un italiano grandote y malhablado; la chica una quinceañera carnosa y educada que le regalaba sonrisas mientras servía las mesas.
La pasión se concretó en una lancha pesquera, concertó con su amada un horario y hacia allí fueron. Fue tal la entrega que pasados cinco meses de ese encuentro, la panza se notaba.
El tano estaba furioso y prometió matar al desgraciado entre “porca madonnas y masscalzonnes”
Quiso Rodrigo pedir la mano de su amada, pero la negativa fue rotunda y el tiro que casi le vuela la cabeza fue suficiente para decidir cambiar de ciudad.
Debió permanecer escondido hasta que zarpase el barco que lo llevara a algún lugar remoto, su suegro había jurado matarlo. Su tía le había avisado: “Ojo con los tanos, no los hagas enojar”.