Así como la mayoría de los días debo forzar mis
sentidos para encontrar una historia, esta mañana hay dos que pujan por salir y
aunque muy distintas entre sí, están conectadas en mi participación como
“apoyador integral de locuras ajenas”. Porque si un amigo viene y me comenta
sobre un emprendimiento tradicional (llamémosle poner un bar o fabricar medias
para buzos de neopreno) mi reacción va a ser técnica y el apoyo no tan
manifiesto. Sin embargo, cuando alguien me comenta una locura linda fuera de
los parámetros establecidos, mi entusiasmo crecerá hasta el grado de
convertirme en esa última gota necesaria en cada decisión. Tuve que tirar la
moneda y la suerte se decidió por el Polaco.
Tomasz Nowak Cerrudo o el gringo Cerrudo o el
polaco Tomi, allá en los albores de los noventas, era un hombre de treinta y pocos
años, rubio, ojos claros, de aspecto de heladera antigua, dientes y orejas
grandes y bigote estilo pizzero Italiano. Andaba en una F100 nueva con unos cuernos
texanos en el paragolpes, cosa que provocaba algunas burlas de los gauchescos y
simpatía de mi parte. El polaco vivía con su madre en un campo sobre la ruta
que va de San Cristóbal a Tostado, entre Santurce y La Cabral. Tierras malas y salinizas
pero que bien manejadas pueden aguantar una vaca cada tres hectáreas. Claro que
el polaco no estaba interesado en los bobinos y alquilaba sus seis mil
quinientas hectáreas a su vecino. Su mundo eran el casco de la estancia y unas
cien hectáreas alrededor.
El padre del Polaco tampoco era muy laburador,
aunque la casa era una maravilla, no a la vista sino en innovaciones
tecnológicas y mecánicas. Esa chispa estaba en su hijo que continuando la
tradición siguió agregando elementos extraños e interesantes a su morada. El
viejo Nowak se había matado en el 85 al estrellar su avioneta contra un molino
mientras practicaba acrobacias para la fiesta del pueblo. Murió en su ley
dijeron sus amigos del aeroclub quizás aliviados ante la posibilidad de poner
en peligro a la población con piruetas aéreas demasiado osadas. El Polaco, ante
la orfandad, decidió dejar la universidad de ciencias exactas en Córdoba e
instalarse con su madre.
Una mañana, yendo yo para Aguará, paré a
auxiliarlo de una pinchadura múltiple de ruedas. Cómo no tenía más ruedas de
auxilio, lo llevé hasta su estancia. Ya me llamó la atención que tuviera un
vaso térmico de café, aunque al ver su casa el vaso perdió magnitud. Había
cuatro galpones diseminados alrededor de la casa y un tinglado gigante con dos
avionetas.
En uno de los galpones estaba el taller mecánico,
digno de envidia de cualquiera que yo conociera, con máquinas inexplicables y
dos fosas impecables. Descansaban un Volvo rural viejo pero reluciente y un
Jeep con ruedas desproporcionadas. En pocos minutos reparó las ruedas pinchadas
y lo llevé de nuevo hasta la ruta. Al despedirnos me regaló el vaso-termo de
café y me invitó a pasar cuando quisiera.
Así nos hicimos amigos, de encuentros de cervezas
en la Shell de la entrada del pueblo, en el boliche y hasta compartiendo alguna
pesca en el Salado. El Polaco siempre buscaba algo nuevo, había viajado mucho por
el mundo y como sus finanzas estaban cubiertas ocupaba sus horas con inventos y
teorías interesantes. Y así, tirada al azar, me comentó sobre la idea de crear
el órgano de tubos más grande del mundo. El polaco había visitado el Boardwalk
Hall en Atlantic City (yo estuve en 2007) y otro mega órgano en
Filadelfia y sabía que no podía hacer algo así para superar el Guinness Record,
pero, usando chapas de zinc y motores eléctricos quizás podría entrar a los record
como el órgano de dos octavas con tubos más grandes y sonido más potente del
mundo. Por supuesto que yo apoyé la idea y me comprometí a asistirlo en la
construcción. La inversión era interesante aunque no dañaría las arcas de la
familia Nowak Cerrudo, o no tanto ya que el polaco contrató a dos antenistas,
un tornero, un chapista de autos, tres atorrantes del pueblo y al único
afinador de pianos de la zona. Se colocaron ocho antenas de entre 115 y 80
metros separadas seis metros unas de otras, en cada una se insertaría dos o
tres tubos de acuerdo a la escala musical. Yo pasaba un par de veces por semana
para chequear los avances y cada visita me maravillaba la magnitud de la obra.
Los tubos iban desde los 2 metros de diámetro hasta los sesenta centímetros y
las alturas variaban aunque todos eran imponentes. Entre todas las opciones, el
polaco había elegido hacer tubos labiales y durante meses el piso del tinglado
estuvo cubierto de flautas gigantes que serían la última parte a instalar. Bajo
cada antena, un compresor eléctrico proporcionaría el viento necesario para
tres tubos. En un acoplado colocó el teclado y el panel eléctrico.
Desde la ruta podían apreciarse los tubos brillantes
y varios curiosos se acercaron y tomaron fotos que a su vez vieron periodistas
que también vinieron a observar la obra. Luego de dieciséis meses el órgano
estaba listo y había que probarlo. Claro que ni el polaco ni yo sabíamos tocar
mucho el piano, así que los primeros sonidos que escupió la estructura fue el
cumpleaños feliz, básico, sin acordes, las notas nomás, que nos dejaron
satisfechos aunque un poco sordos. El sonido era realmente potente.
El fin de semana de la fiesta del caballo en San
Cristóbal, invitamos a todos los que quisieran a la inauguración, incluyendo
choripanes, cerveza y música en vivo. Vinieron cerca de ochenta personas y las
cámaras del canal local cuyo periodista estrella se empecinaba el llamarle
piano al órgano. La mamá del Polaco fue la música invitada y se lució con la
interpretación de “para Elisa” que sonaba raro en la potencia de los tubos.
Hubo aplausos, video, periodistas y luego silencio.
A pesar de la repercusión en la prensa, las cartas
y los llamados, la organización Guinness siquiera amagaba con venir a chequear
el invento del Polaco. Alegaban que la distancia y el tiempo hacían imposible
la visita y que la estaban programando para dentro de dos años. El polaco no se
deprimió y siguió con nuevos proyectos. Yo me mudé y estuvimos desconectados unos
años. Hasta que me llegó la invitación a su casamiento y esa fue mi última
visita a su estancia. Los tubos seguían enhiestos e imponentes y la marcha
nupcial fue ejecutada en el órgano. La última carta de Guinness postergaba un
par de años más la visita.
Y la vida siguió…
Hasta anteayer, que mi hijo menor compró en una
feria de libros usados los Guinness Records de 2008. Hojeando las cosas raras,
allí estaba, el órgano con los tubos más grandes del mundo, acompañado de una
vista aérea de la estancia del Polaco y esas ocho torres rodeadas de tubos. En
la última foto estaba el Polaco de pie, con sus bigotes y menos pelo, sentada
en el teclado junto a él, una adolescente apretaba las teclas, supongo que debe
ser la hija de mi amigo. Masvaleasí.
Cruz J. Saubidet®
1 comentario:
Muy buena historia Cruz. Interesante y muy vivida a la vez.
Saludos desde Virginia.
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