septiembre 08, 2005

UN DOLORCITO DE MUELAS


El dentista estaba parado junto al paciente, este, con la boca abierta sostenida con una armazón de hierro lo miraba descorazonado desde la inferioridad en que la situación lo había colocado.
El dolor de muelas databa de tres meses pero se le había tornado incontrolable quince días atrás.
Se trataba de la anteúltima de abajo del sector derecho de la quijada, aunque cualquiera que lo hubiese visto los últimos tiempos se habría enterado sin palabras de por medio. La hinchazón se extendía desde la quijada hasta el comienzo de la oreja y asemejaba una pequeña anguila insertada por error dentro de la sufrida piel roja y peluda, puesto que el hombre dejó de afeitarse dos semanas atrás, cualquier contacto con la fiel infectada le generaba una especie de profundos y dolorosos pinchazos que se propagaban hacia el cuello y la nuca y le anulaban cualquier posibilidad de voluntad.
Noventa días atrás, mientras se lavaba los dientes, notó una pequeña molestia que supuso una herida en la encía. Esa contrariedad lo indujo a pasar de forma reiterativa su lengua sobre la supuesta lesión. Mas la herida no era tal, y fue durante el tercer día de fricciones linguales cuando notó que esa parte de la encía había quintuplicado su tamaño y comenzaba a dolerle. Tomó un mondadientes filoso entre los dedos y palpó la muela. Evaluó que el palillo ingresaba por una cavidad y, al llegar al fondo del hueco, le hizo lanzar un aullido de dolor. La zona le latía, y más aún cuando presionaba la hinchazón. Y tanto presionó que sintió una explosión en la boca, como si se vaciara un globo de agua. Hizo unos buches y escupió sangre y pus, pero la felicidad de no sentir ya el dolor ni los latidos le evitaron cualquier impresión sobre el asunto. Por las dudas se tomó dos aspirinas. La noche fue calma.
El siguiente día fue normal aunque no podía evitar pasar la lengua por la encía en incluso tocarla con sus dedos. La hinchazón fue creciendo nuevamente, a la noche ya estaba como el día anterior. Pero no fue lo mismo, en esta ocasión no fue posible explotarla puesto que le faltaba un poco de presión, quizás porque se había extendido hacia el otro lado de la boca. Viéndolo de manera práctica resultaba bastante cómodo, al estar la muela hinchada hacia ambos lados la operación consistía en presionar con el pulgar y el índice para provocar el estallido. No lo logró, con la operatoria solo consiguió más latidos y dolor. Ingirió dos aspirinas y se acostó, a la media hora el dolor lo mantenía sentado. Cuando dieron las dos de la mañana decidió buscar una farmacia que le vendiera algo bien fuerte. El despachante de turno le entregó un calmante enérgico y le recomendó que tome antibióticos para bajar la infección. Así lo hizo, aunque debió pasar más de una hora para que el primero hiciera efecto.
La noche del dolor agudo juró ir al dentista al día siguiente, pero como los remedios lo calmaron bastante dejó pasar una semana, y luego otra. La molestia persistía, pero la dominaba con calmantes varios, en especial pastillas para dolores menstruales. De vez en cuando la encía volvía a hincharse y él volvía a reventarla y volvía a tomar antibióticos que bajaban la infección.
Algo en su interior le impedía ver al especialista, tal vez suponía una pérdida irreparable a pesar que la muela en cuestión ya había perdido una parte dentro de un pedazo de carne y ahora no solo dolía sino que le pinchaba la lengua que no podía dejar de pasar por sus aristas.
Pasaron muchos días hasta las lágrimas. Fue una tardecita en el sillón de su casa. Tomaba una cerveza helada. Se llevó una rodaja de salamín a la boca y en el primer bocado sintió que algo reventaba. La punzada fue tan violenta que se le taparon los oídos, le latía el cuello, la mandíbula, la nuca y parte de la cabeza. A pesar de los esfuerzos y movimientos de cuello no se detenía, busco hielo y se lo puso sobre la cara, tomó dos calmantes de acción rápida, un antibiótico de 750mg. Nada, el dolor se mantenía impertérrito y nada lo combatía, entonces comparecieron las lagrimas cuan trueno después del rayo, brotaban sin parar y, como si fuera un milagro, fueron ellas las que bajaron el poder del sufrimiento.
Esa noche casi no durmió, la posición horizontal incrementaba el dolor y la vertical lo mantenía despierto. Durante el día estaba bien, pero a pesar de los remedios no conciliaba un sueño profundo. El dolor se tornó crónico e insoportable, así y todo no se decidía a cortar por los sano.
Ocurrió una mañana mientras se lavaba los dientes, durante el buche sintió un mareo y un sudor frío en la frente, debió agacharse junto al inodoro y lo arremetieron una serie de arcadas. Luego tomó un te, preocupado por el malestar. A media mañana llamó al médico y le comentó el asusto. El galeno le prohibió seguir tomando calmantes pues el hígado se había resentido y podría dañarse con tanto químico.
Esa misma tarde se presentó en el consultorio del odontólogo dispuesto a perder una parte suya. Se sentó en la silla y disfrutó de los pinchazos de la anestesia. La armazón en la boca le impedía cualquier manifestación, no importaba, mientras el sacamuelas escarbaba con fierritos lustrosos no paraba de contar historias, asegurándose un receptor sin escapatoria.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Recuerdas aquel dentista sádico de la película "La tienda de los horrores" de Roger Corman? Una película cutre y sin embargo atractiva.