marzo 15, 2006

Pensar en nada


El río de la Plata estaba sereno, era un manto oscuro que se abría un par de kilómetros hacia el sur. El velero iba por el Luján con las velas apenas hinchadas por un viento casi efímero pero que en la magnitud de la tela lograba condensarse y hacer de motor natural a la embarcación.
Al costado derecho el poderío económico de algunas personas del país quedaba a la vista en las marinas de los clubes náuticos. Veleros imponentes, yates altísimos, lanchas veloces, jet esquíes, motos de agua, e incluso algunos niños que, a bordo de optimist, hacían sus primeros pasos para en un futuro manejar con maestría los barcos familiares.
El barco era pequeño y antiguo. También era liviano y por eso se desplazaba con comodidad a pesar del poco viento. Pero lo que importaba realmente era el silencio. Por eso debería ganar las aguas del río ancho y oscuro.
Lo primordial era encontrarse con la soledad, ya que si bien estaba solo en el barco, el entorno y el ruido entorpecían la sensación buscada.
En una hora recorrió la distancia y desembocó en el casi mar, puso rumbo al sudeste y aseguró las sogas de las velas.
Todavía se divisaban algunas embarcaciones, pero la distancia las hacía insignificantes y ya no interferían. Era el mediodía de un martes de otoño, un poco fresco, pero la soledad debe ser un poco fría para ser cierta.
Se recostó en un banco junto al timón y miró el cielo. Las pocas nubes estaban muy altas y no parecían otra cosa que nubes ya que el sol no ejercía poder sobre ellas ni estaban arrimadas entre sí como para transformarse en alguna forma.
Los pensamientos se aletargaban, solo unas lejanas ganas de tomar mate impulsaban a su mente a controlar ese impulso. Ahora sí había silencio. Iba lento y el ruidito del casco contra el agua era una musiquita que lo alegraba.
Siguió mirando el cielo y solo pensaba en el barco, en las velas, en el timón afirmado hacia el sudeste y en lo bien que le hacía ese momento.
No siempre podía salir, incluso no siempre lograba salir solo, pero ese martes decidió no trabajar mientras el resto de su familia continuaba con su rutina de colegios y trabajos.
Él no salía a aclarar sus pensamientos, su objetivo era olvidarlos, relajarse y dejar que la cabeza revoloteara sobre cosas intrascendentes por algunas horas. Casi siempre lo lograba, al menos no pensaba en el trabajo, ni en las deudas, ni en el auto, ni en los viajes. Solo dejaba entrar imágenes de sus amigos, de sus hijos, de su mujer. Pero imágenes cortas, situaciones simpáticas. En cuanto le surgía algo violento o triste pensaba fuertemente en el silencio y el esfuerzo por escucharlo era un remedio efectivo.
Al final se hizo unos mates y se sentó en la proa a disfrutarlos. El vaivén se sentía más desde allí, incluso el ruido del agua contra el casco. El horizonte era horizonte, era agua y más agua que desaparecía en la curvatura de la tierra. Puntos oscuros serían quizás barcos pesqueros, ferrys que marchaban hacia o desde Uruguay o alguna boya dejada ahí para anunciar algún peligro. Nadie cerca, nada cerca, solo agua, solo él.
Prendió un cigarrillo para acompañar los mates y luego orinó hacia el agua corriendo un mínimo riesgo de caerse.
Volvió a la popa junto al timón, miró para atrás, Buenos Aires era una mancha lejana. Eran las cinco de la tarde, decidió volver. Con pericia hizo girar el barco y movió las velas para avanzar un poco más rápido. La tardecita regalaba más viento, extendió el spí con buena respuesta. El barco avanzaba rápido, era el momento de complacer sus artes de timonel. La ciudad se fue acercando, el barco se escoraba y él disfrutaba cada movimiento. Llegó al río Lujan antes de las siete, arrió el spí y encendió el motor.
Ahora solo pensaba en la navegación y en llegar a la marina de donde había partido.
Debió amarrar casi a ciegas, pero el día había salido perfecto.
No le había pasado nada, para eso estaban el resto de los días.
Cruz Joaquin Saubidet®

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